Hidran sabía que su plan era levantar una tormenta, pero lo que nunca imaginó, fue que dicha tormenta sería la peor catástrofe que Hordáz hubiese visto en todos sus años de existencia. Los vientos eran horribles, arrancaron árboles y algunos techos mal construidos. La gente estaba horrorizada, corrían y trataban de mantener sus cosas y a sus hijos a salvo. Los caballos relinchaban mientras las aves se debatían en una pelea a muerte con el viento. En la Gran Capilla, algunos estandartes y banderas salieron volando.
El Obispo comenzó a desplegar a sus hombres para que ayudaran a los ciudadanos, y al resto los desvió hacia las costas. No quería ni imaginar los horrores que estarían viviendo los marinos con sus naves.
Justo cuando Arkansa se clavó la espada en el estómago, una orden salió de sus labios, una orden que al parecer nadie más fue capaz de escuchar: Vuela hacia el sur, que nuestro volcán abrace tu cuerpo y endurezca tus alas. Duerme tranquilo y eterno. Edian moría en su cama. Olgha dio su peor grito de dolor cuando el anillo comenzó a quemarle el dedo y después la mano completa. La bruja comenzó a tirar de él y trató de revolcarse sobre el suelo en un acto desesperado por apagar las llamas. No entendía qué había salido mal, pero lo que fuese, le indicaba que era hora de salir huyendo.
—¡Alto ahí! —el grito a sus espaldas la dejó helada. Uno de los Caballeros Rojos la había visto, y por la expresión del hombre, también vio el fuego.
Olgha maldijo en sus adentros. La quemadura le dolía horrores, y el utilizar su magia empeoraría las cosas. Por desgracia no tenía otra alternativa. Miró una última vez el anillo, calculó la rapidez con la que necesitaría moverse y entonces se mordió uno de sus dedos izquierdos. Las gotas de sangre cayeron al piso y pronto el césped ardió levantando una impresionante muralla de fuego entre ella y el Caballero Rojo.
—¡Es una bruja! ¡Es una bruja!
Olgha se mordió la lengua para amortiguar los dolores de la quemadura, corrió por el anillo y de nuevo lo sujetó, pero una vez más, este se prendió en llamas. Estaba más que claro que ella ya no podría tocarlo. Lo dejó ahí, en medio de la hierba alta y echó a correr, bebiéndose sus lágrimas y sintiendo a su corazón martillándole en el pecho. Pero de pronto, algo en el cielo llamó su atención. La estrella seguía brillando, tan hermosa y tan fuerte anunciándole que Hidran seguía vivo.
—Si yo sobrevivo, ten por seguro que iré a buscarte. No me importa que me tarde años, yo te encontraré.
Una poderosa ráfaga de viento la arrojó contra el suelo, provocando que su cuerpo rodara y su frente se llevara un horrible golpe que comenzó a sangrarle. Detrás de ella, los Caballeros Rojos gritaban de horror. Kinabraska había volado sobre ellos, y ahora se dirigía al pueblo. Olgha aprovechó la oportunidad para levantarse y correr. Se metió entre los arbustos, pasó sobre piedras que le lastimaron los pies, las ramas de los árboles le arañaron el rostro y la tierra húmeda amortiguó sus pisadas. Si seguía corriendo, quizá podría transformarse en algún animal y subir a cualquier barco para que la sacara de Hordáz. Tardara lo que tardara, ella esperaría a Hidran. Así pasaran mil años.
Kinabraska batió sus alas por todo el oscuro firmamento, volvió a rugir y aterrizó en la punta de un impresionante volcán en Hordáz. Los habitantes lo vieron volar sobre sus cabezas. Aterrados, comenzaron a correr y a empujarse los unos contra los otros, pero la criatura solo pudo proferir un estridente gruñido cuando el volcán hizo erupción y su lava trepó por todo su cuerpo escamado, petrificándolo y convirtiéndolo en una monumental estatua de piedra volcánica que duraría dormida durante muchos años.