La Reina de Hordaz

25. Cuatro asesinatos y un posible sospechoso (parte 2)

Cuando el brujo llegó a las primeras calles del pueblo, el sol ya comenzaba a ponerse. Hidran vio a las personas caminar de un lado a otro, terminando de realizar sus compras mientras cargaban a sus hijos, y fue ahí cuando cayó de nuevo en su pasado. Aquellas calles, callejones y comercios pertenecían a las Rumass, el mismo lugar en el que él había nacido y crecido hasta que su madre decidiera enviarlo a Hordáz. Estaba de nuevo en casa.

—Qué horror —se dijo, sabiendo que debía salir de ahí lo más rápido posible, pues si su camino se llegaba a cruzar con algún Caballero Blanco, corría el riesgo de ser descubierto y ejecutado.

Tenía hambre, estaba cansado y la cabeza parecía estallarle. Los pulmones le seguían doliendo, y aunque la pregunta de cómo había conseguido nadar tantas leguas le seguía rondando en la cabeza, el brujo decidió que no quería seguir pensando en ello.

Abriéndose camino entre las personas, Hidran llegó a una taberna, pediría algo de comer y aprovecharía para buscar información. Solo esperaba que nadie más fuese a confundirlo y quisiera golpearlo como la última vez en Circe.

Duró sentado al menos media hora, remolió las panquecas con miel y fruta que la mesera dejó frente a él y esperó el momento adecuado para acercarse a alguien y preguntar algunas cosas sobre el lugar. Sin embargo, el momento se presentó como la mejor de las recompensas.

—Vamos Bleed, solo una cerveza más y prometo que este fin de semana te pagaré todo lo que te debo.

—Olvídalo, Greek —le espetó el tabernero y después siguió secando los vasos limpios—. Siempre es lo mismo contigo. Vienes, pides tarros y tarros de cerveza diciendo que pronto me vas a pagar y al final nunca veo mi dinero. Largo de aquí o enviaré a seguridad para que te arrojen a la calle.

—Esta vez será diferente. Solo necesito una.

—¡Seguridad! ¡Echad a esta plaga de mi negocio!

—¡Espera, Bleed! ¡Bleed! ¡Te pagaré, te lo prometo!

Pero no importó cuánto se retorciera entre las forzudas manos de los guardias, estos lo terminaron arrojando a la calle.

¿Hidran quería un momento perfecto? Pues bien, ahí estaba.

—¿Te doy una mano? —el brujo se acercó al joven, le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.

Greek Kenster era un vago y libertino joven de veinte años que le gustaba robar, embaucar a los turistas y la buena cerveza. Lástima que no tuviera dinero para comprarla porque todo se le iba en los juegos de cartas y en las ruletas de apuestas. Así es, Greek era un ludópata y alcohólico sin beneficio alguno.

—No necesito tu ayuda.

Hidran sonrió.

—Bien, yo pensaba decirte que me acompañaras a beber algo, pero…

De inmediato, el joven se puso de pie.

—Supongo que me pedirás algo a cambio, ¿no es cierto? Nadie da sin recibir.

—Escucha, soy un pescador al que su barco ha abandonado. Llevo tres días atrapado aquí y necesito que alguien me explique cómo funciona el pueblo…

—Suficiente explicación para mí. Andando, hombre, hay que entrar y pedir hasta emborracharnos.

Cuando los dos hombres arribaron nuevamente al establecimiento, el tabernero no dudó en levantar una ceja y observarlo con desconfianza. Pero en respuesta, Greek señaló a su nuevo compañero.

—Él va a invitarme. ¡Jódete de envidia, miserable! ¡Yo sí tengo amigos que se preocupan por mí! —después se giró hacia Hidran—. Si pregunta, nos conocemos desde hace tres años y tú te llamas George.

Después de unos minutos, el brujo lo vio arrasar con cuanto tarro de cerveza había en la mesa. Qué bueno que los keveres que Hidran les había robado a sus secuestradores eran más de doscientos, pues de lo contrario sí estaría en problemas.

—Me dijiste que eres pescador y que tu barco te abandonó, ¿por qué fue? ¿Qué hiciste para que el capitán decidiera botarte como a una rata?

Hidran salió de su distracción.

—Ah… ¿Ya me viste? Soy demasiado viejo para seguir trabajando. Seguramente piensa contratar personal más joven, y yo le resulté inservible.

—Podría ser. Los patrones muchas veces suelen ser unos desalmados. ¿Cuántos años tienes?

Hidran recordó la imagen del espejo y se aferró a ella.

—Cuarenta y cinco.

—Tampoco es como si ya te estuviesen enterrando. ¿Seguro que no hubo ningún otro motivo?

—Qué sé yo. Ese es el único motivo lógico que se me ocurre. No conozco mucho de las Rumass, así que si hay peligros o alguna información que debería saber, te agradecería que la compartieras conmigo.

—Solo te diré que te cuides más de los Cazadores de Brujas que del resto de policías, guardias y soldados.

—¿Por qué?

—Se creen los dueños del maldito país porque son servidores fieles del emperador. Mmmm, pero ese es el menor de tus problemas. Si te topas con un Caballero Blanco, será mejor que ni siquiera lo mires a los ojos.

—¿También se creen dueños del país?




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