La Reina de Hordaz

25. Cuatro asesinatos y un posible sospechoso (parte 3)

Los minutos pasaron, primero fue una hora, después dos y después fueron tres. Hidran comenzaba a bostezar. Se estaba muriendo de sueño y solo pedía tenderse entre los almohadones y cerrar los ojos. Pero tampoco quería que cuando el Conde llegara, lo viera insultando la compostura de su residencia. De pronto, las puertas de la casa se abrieron bruscamente y ocho hombres entraron, armados con ballestas y espadas.

—¡No te muevas! —tres de ellos apuntaron a Hidran con sus armas.

El pánico le trepó por la garganta. No hacía falta que el hombre preguntara quiénes eran, pues aquellas armaduras impecablemente blancas y que tenían bordado con hilo de seda negra el escudo del emperador, solo podía significar una cosa. No eran policías, guardias o soldados, eran los «CB», los temibles Cazadores de Brujas.

Los demás hombres acudieron a las demás habitaciones y subieron a la planta alta, regresando poco después y anunciando algo que le arrancó a Hidran hasta el último aliento.

—Están muertos.

—¿Cuántos son?

—El Conde, su esposa y sus dos hijos.

Hidran palideció.

¿Cómo que muertos? ¿Quién los había matado?

—¡Esperen! Yo no tengo nada que ver en eso.

—¡Guarda silencio! —le gritó el que, según Hidran, debía ser el capitán.

—¡No! Yo venía a negociar un boleto de barco. Un hombre me dijo que el Conde realizaba viajes de contrabando.

—Todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra, así que te aconsejo que guardes silencio —después se giró hacia sus compañeros—. Que se le notifique al Capitán Hell para que vengan los Caballeros Blancos.

Hidran estuvo a punto de desmayarse.

—Por el momento, arresten a este sujeto.

—¡No! ¡Yo no hice nada! Cuando yo llegué, uno de sus mayordomos salió a recibirme y me dijo que el Conde bajaría en unos minutos.

—Eso no es creíble —la voz del Cazador era aterradora. El estereotipo perfecto de un despiadado asesino.

—¡¿Por qué no?!

—Porque el Conde Kinely no tiene mayordomos. Ni siquiera tiene empleados.

—¡No, no, no! ¡Esto es un mal entendido!

—Por última vez, ¡guarde silencio!

Las horas pasaron. Hidran dormitó en una de las sillas de madera, encadenado de pies y manos hacia una barra de metal que sostenía uno de los Cazadores. Pero se vio forzado a erguirse cuando el Capitán Bradher Hell, el mando superior de los Caballeros Blancos, se abrió camino entre los presentes y su placa de oro sólido resplandeció en su armadura blanca.

—Informe —habló.

—No fue un robo, señor. Están todas las pertenencias de valor, los cuadros, los jarrones, el dinero y las joyas. No forzaron la caja fuerte y tampoco hurgaron en los muebles.

—¿Hay muertos?

—Toda la familia; el Conde, la señora Kinely y los dos niños.

—¿Qué hay de este sujeto? —y cuando el verdadero capitán centró su atención en Hidran, el brujo vio pasar la condena de muerte frente a sus ojos.

—Estaba aquí cuando llegamos. Recibimos una nota anónima del asesinato y cuando arribamos al lugar, ese hombre estaba sentado en uno de los sillones.

Bradher se acercó a él, colocó su mano enguantada sobre el mango de su espada y sus ojos negros brillaron de crueldad. El capitán, el hombre más despiadado, astuto y ágil. Porque sí, para convertirse en Cazador de Brujas el hombre debía tener ciertas habilidades necesarias. Para ascender a Caballero Blanco debería duplicar y perfeccionar esas habilidades. Y ahora, para convertirse en el capitán, en el jefe y líder de toda una Orden de cazadores y asesinos, básicamente debería ser el mismísimo diablo en persona.

Hidran rogó para que el hombre no escuchara los latidos de su aterrado corazón. Rogó para que no oliera su magia, o en el peor de los casos, para que no lo relacionara con la familia real de Hordáz.

—¿Quién eres? —lo escuchó preguntar.

Pero si había logrado esconder su poder en una tierra tan religiosa como Hordáz, también podía ocultarlo en Kair Rumass. Hidran era mucha pieza para esos muñequitos de porcelana.

—Me llamo Flavio Sadhorti.

El capitán enarcó una ceja.

—¿De dónde vienes?

—De aquí mismo, señor. Toda mi vida viví en las Rumass.

—¿Ah, sí?

—Mi padre trabajaba para la casa Birkelan, era el jardinero del Marqués.

—¿El Marqués Birkelan?

—Sí, señor. El hombre que terminó bebiendo hasta la muerte después de que su cultivo de maíz fuese atacado y destruido por una plaga de saltamontes.

—Ah, sí, ya lo recuerdo.

Qué bueno que Hidran no reveló ser el hijo de Alexander Birkelan, pues si lo hacía, los Caballeros Blancos podrían atar cabos y entonces se darían cuenta de que aquel joven de nombre Hidran Birkelan, era en realidad Hidran Harolan, hermano menor del ya difunto rey de Hordáz Hiluzan Harolan. Pues para este tiempo, y esperando que el lector lo recuerde, los Caballeros Blancos habían encontrado al único sobreviviente del destrozado barco flotando en el Mar Káltico. Lo habían rescatado pero el marino falleció un par de horas después, no sin antes confesarles que un hechicero llamado Hidran Harolan había salido de su camarote proclamándose ser el hombre más poderoso de toda Zervogha.




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