La Reina de Hordaz

26. El infierno en la tierra (parte 4)

Lelé no dijo nada, se despidió de su amado tío con un beso en la mejilla y después corrió a los faldones de sus tres nodrizas. Después de un baño rápido, y de que la niña se quejara del horrible aroma de los jabones, el carruaje real los trasladó a donde el jolgorio de feligreses ya estaba animando el lugar.

Como rey, Omalie tenía que cumplir obligatoriamente algunos protocolos de cortesía, y uno de ellos era enfrascarse en pláticas aburridas con los demás puestos de la alta nobleza; saludarlos y escucharlos hablar durante horas sobre economía, dinero, poder y calidad del tabaco que estaban fumando. Pero mientras todo eso sucedía, también debía tener cuidado de no perder de vista a su querida sobrina.

—No entiendo la necesidad de encadenarme como si fuese un cachorro.

—Ya te dije que no es encadenamiento.

—Entonces, ¿qué es esto? —la niña levantó su mano derecha. En ella había una larga correa de cuero que se unía a la mano izquierda de Omalie.

—Yo lo llamaría supervisión de cerca. No quiero que te escabullas como la última vez y ocasiones otro destrozo.

—Yo no hice nada.

—Lelé, le prendiste fuego a un pino de navidad con una vela.

—¡Fue culpa del señor Kheligar! Me dijo que los duendes son seres del infierno y que por eso es imposible que visiten Hordáz. ¿Puedes creerlo? Navidad sin duendes. Entonces ¿quién trae los regalos?

Omalie suspiró, jaló la correa e hizo que Ileana se sentara en una pequeña sillita de madera. La reunión del rey duró más de dos horas y media, y cuando esta llegó a su fin, Omalie desvió su mirada hacia donde Lelé yacía sentada. Uno de los guardias se había compadecido de ella y le había traído una malteada de chocolate. Pero hubo algo en particular que llamó la atención del rey. Frente a Ileana había una pequeña niña despeinada y andrajosa.

De pronto, la niña le tendió a Lelé una bolsita de papel, y en respuesta, Ileana le lanzó la mitad de su malteada en el rostro.

—¡Lelé! —Omalie gritó y se puso de pie—. ¡Qué descortés ha sido eso! Ofrécele una disculpa.

Ileana miró a la pequeña, sonriendo cuando esta comenzó a llorar.

—Ileana Barklay —gruñó su tío.

Lelé metió su mano a la bolsa de papel y masticó una pequeña bolita que extrajo de su interior. Casi de inmediato la escupió.

—Esto sabe horrible. ¡Pero huele increíble!

—Ileana, discúlpate, ahora.

—Está bien. Te ofrezco una disculpa. Ahora dime, qué es esto que me has dado.

La niña se limpió las mejillas, barriéndose la mugre con los restos de la malteada.

—Garapiñados.

—¡Asombroso! Cuando sea reina ordenaré que los jabones huelan a garapiñados. Omalie, ¿podemos llevárnosla al castillo?

—¿A quién? —el rey abrió sus ojos de par en par.

—A ella —Ileana señaló a la pequeña con su dedo.

—Por Ghirán, Lelé, no puedes llevarte gente como si fuesen costales de papas. Eso sería…

—¡Ahí estas! ¡Mocosa insolente! —de pronto, una mujer apareció de la nada, la cacheteó dos veces seguidas y después la tomó del brazo jalándola hacia ella. La pequeña soltó un grito de espanto y dolor, y es que aquella señora casi le arranca el brazo—. ¡Bastarda malparida! ¡Debería cortarte las manos y hacer que te tragues tus propios dedos mientras lloras!

—¡Oiga, suéltela!

—¡Tú no te metas! —y cuando la mujer intentó reaccionar, ya no había forma de emendar su fatídico error. Furiosa, se había dado la vuelta y había azotado el rostro del rey con una bofetada tan fuerte que le dejó sus dedos pintados en una mancha roja—. ¡Aaaaah! ¡Majestad!

La niña lloraba y Lelé tenía los ojos bien abiertos.

—¡Majestad, le pido perdón! Mi intención nunca fue hacerle daño. La culpa la tiene esta despreciable criatura.

—Suéltela —Omalie insistió, pero una vez más la mujer se giró hacia la niña, le dio un tirón de pelo y volvió a amenazarle.

—Por tu culpa he golpeado al rey. Pero de ti, me encargo personalmente, haré que tu vida se convierta en un infierno y que los cuervos te saquen los ojos…

—¡QUE LA SUELTE! —todos, absolutamente todos los presentes se dieron la vuelta para ver al rey. Era muy difícil y hasta imposible que Omalie Barklay se molestara, pero ese día sí que lo hizo.

—Majestad, yo…

—¡¿Quién le ha dicho que esas son formas de tratar a un niño?! —Omalie estaba rojo de ira.

—Es una ladrona, me ha robado… Eso, me robó los garapiñados con los que planeaba decorar un pastel —y entonces cometió su segundo error; señaló la bolsa de papel que Lelé tenía en las manos.

—¿Y ahora también piensa arrebatársela a mi sobrina? —al fondo, la música se había detenido, la gente murmuraba y otros se removían incómodos al verlo tan enfadado.

—No, Alteza, de ninguna manera…

—Gastón —el rey llamó a uno de sus guardias—. Entrégale a esta mujer quinientos renichos —después la miró a ella—. Creo que con eso estará más que liquidada la cuenta de esa bolsa de garapiñados.




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