La Reina de Hordaz

28. Fuga en el centro de la muerte (parte 1)

4 AÑOS ANTES

Flavio Sadhorti, como todos los reclusos y guardias conocían a Hidran, colocó en el suelo un viejo bote de plástico, y después se subió en él. La altura del trasto le ayudó a llegar hasta la diminuta ventana enrejada que había en lo alto de la pared. Es verdad que el hueco era tan pequeño que con trabajos cabría su propia mano completa, pero al menos permitía que los pequeños rayos del sol entrasen e iluminaran el asfixiante pasillo. Hidran colocó la sortija contra luz y después sonrió, por fin había logrado grabar el nombre de Olgha en un sencillo anillo de metal que él mismo se había fabricado durante los años de su encarcelamiento. Debía aprovechar que los guardias se hallaban afuera, custodiando a los demás presos que habían sido castigados picando piedra y elaborando ladrillos de construcción.

Fiodor estaba frente a él, se hallaba trapeando los pisos y arrancando las manchas grises de las paredes.

—Si los guardias te ven esa cosa, van a quitártela.

El brujo se giró hacia su compañero.

—No pienso ponérmelo mientras los guardias están cerca.

—¿Tiene algún significado?

Y después de un largo silencio, Hidran por fin se animó a responder.

—Le he puesto el nombre de ella.

Por su parte, Fiodor le sonrió con amargura.

—Flavio, lo que voy a decirte tal vez te moleste, pero… será mejor que la vayas olvidando. ¿Cuánto tiempo crees que llevamos aquí dentro?

—Ella y yo tenemos una promesa.

—Las mujeres olvidan sus promesas después de un tiempo.

—Ella no. Ella es diferente.

Pudieron seguir discutiendo, pudieron haberse dicho millones de palabras y Fiodor seguiría tratando de convencerlo, sin embargo, docenas de gritos y golpes comenzaron a sonar en los campos de afuera. Los guardias hacían sonar sus cuernos, gritaban y los pasos de sus botas reverberaron en toda la prisión. Algo estaba pasando, algo realmente malo como para que los centinelas que custodiaban las entradas también acudieran al llamado de los cuernos.

Fiodor soltó el trapeador, cogió a Hidran del brazo y ambos echaron a correr hasta su celda.

—¿Qué está pasando? —Hidran no se había dado cuenta de que sus manos temblaban hasta que Fiodor cerró la puerta de acero y lo hizo sentarse en una esquina del cuarto.

—Se ha levantado un motín —contestó el hombre.

—¿Un motín?

—Seguramente lo han organizado los castigados.

Hidran sintió deseos de salir de su celda y unirse a los hombres de la rebelión, pero abandonó la idea cuando vio a Fiodor quedarse quieto y bajar la cabeza mientras comenzaba a rezar. Esos veintiún años encerrado en el Foso de David le habían enseñado que, si su compañero no participaba en ciertos acontecimientos, era porque sus vidas podrían estar en peligro. Y seguramente un motín no era la excepción.

De pronto, los gritos y llantos fueron sepultados por los estallidos de varias detonaciones que hicieron cimbrar las paredes.

—Que Herean se apiade de sus infelices almas. Ninguno de ellos va a sobrevivir —la voz de Fiodor retumbó en los oídos del brujo como un acierto a su idea.

—Quizá… esta vez alguien sí lo logró. Eran muchos los que estaban trabajando en las piedras.

Fiodor comenzó a reírse.

—Nadie puede escapar del Foso de David, muchacho —y aunque Hidran ya no representaba la apariencia joven de un muchacho, pues veintiún años no pasaron en vano, Fiodor lo seguía llamando así, quizá porque él era más viejo que el brujo y siempre lo había visto como su menor—. Salen, pueden tocar la libertad unos cuantos segundos, pero nadie ha conseguido gozar completamente de ella. O te mueres aquí, o te mueres allá.

—Siempre me has contado historias de presos que han intentado escapar, pero nunca me has dicho por qué no logran llegar más allá de los acantilados. Supongo que alguno de ellos habrá sabido escalar.

—¿Sabes qué es lo más horrible que alguien puede decirte dentro del Foso de David? Que tienes una sola esperanza de escapar. No hay esperanza en este lugar, Flavio. Aquellos que intentan huir son ejecutados antes de que puedan tocar las rocas. Existe una base en la parte alta de la prisión en la que los francotiradores más expertos lanzan sus flechas contra los que intentan fugarse. No hay forma de que fallen, pues gracias a la altura es que tienen una mira completamente despejada. De aquí solo puedes salir muerto, y ni así consigues llegar más allá de los acantilados, pues una vez fuera, los guardias lanzarán tu cuerpo a un enorme horno de cremación.

—¿Tú has visto ese horno?

—No. Hace muchos años un guardia me lo contó. Ni siquiera sé si es real o una historia que él se inventó solo para asustarme.

De pronto, uno de los centinelas golpeó la puerta de acero y entró apuntando a los dos hombres con su ballesta. No dijo nada, los examinó y al no ver nada sospechoso, simplemente se marchó. Ahora Hidran entendía por qué Fiodor los había vuelto a encerrar en su celda. Pues si los guardias descubrían que habían estado afuera, quizá podrían pensar que ellos también habían sido parte de la rebelión.




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