La Reina de Hordaz

28. Fuga en el centro de la muerte (parte 3)

La mañana y la tarde se pasaron en una terrible zozobra y desesperación. Pronto anochecería, y era crucial que ninguno de ellos se descuidara. Debían estar pendientes de cualquier cambio, alteración o detalle que pudiera poner en riesgo su fuga.

—Siento que la sangre se me congela —Fiodor se frotó sus manos heladas. Estaba en el borde de la locura y el entusiasmo.

—¿Crees en la brujería? —de la nada, Hidran decidió lanzar su pregunta. No sabía qué tipo de peligros le esperaban allá afuera, y si por algún motivo podía volver a utilizar su magia, lo haría sin pensárselo dos veces.

—¿Brujería? —Fiodor se llevó la mano al pecho—. Mi única creencia tiene nombre, y mi veneración absoluta se basa en la historia de Herean. No creo en los seres que se hacen llamar brujos o brujas, si es eso a lo que te refieres —Hidran bajó la mirada, pero la volvió a levantar cuando Fiodor continuó hablando—: Pienso que todo eso de la magia no es más que teatro.

—¿En qué forma?

—Tiene que haber un truco. Ningún ser humano puede manipular el ambiente de la forma que ellos dicen hacerlo. No hay manera de que controlen el fuego, el viento, la tierra y el agua.

—Entonces… quizá no sean humanos.

«Quizá no seamos humanos».

—Hasta que no vea a un brujo manipulando sus habilidades por naturaleza propia, entonces no lo voy a creer.

Hidran estaba dispuesto a seguir hablando, pero la campana de la cuarta torre resonó en lo alto, anunciando que los presos debían regresar a sus celdas. Había anochecido.

—Es hora. Vamos, tenemos solo dos minutos para salir.

Los dos hombres se quitaron sus harapos, desnudando sus cuerpos y haciéndose de sus cuchillos fabricados de huesos y trozos de vidrio. Comenzaron a rellenar sus viejas ropas con paja, madera y con los retazos de tela que durante tantos meses pudieron reunir. Cubrieron los maniquíes con sus cobijas de siempre y los acomodaron mirando hacia la pared, aparentando dormir como todas las noches. El guardia vendría, pensaría que se trataba de ellos y entonces se marcharía.

El engaño era perfecto, realmente parecían dos hombres abrigados por el intenso frio de diciembre. Una vez desnudos, Hidran y Fiodor se escabulleron por el pasillo y salieron a un segundo corredor en penumbras. El frío en sus pies era cruelmente detestable, tenían la nariz roja como los granates y los dientes castañeando por la helada brisa que azotaba sus pieles desnudas. Era un dolor insoportable, totalmente agonizante pero que traería consigo la mejor de las recompensas.

«Por ella, siempre por ella. Olgha, amor, voy a casa».

Y ahí estaban, después de recorrer docenas de pasillos, pasar por habitaciones cerradas y sortear a unos cuantos centinelas que se encontraron en el camino, Hidran y Fiodor habían llegado a la bodega que guardaba los cuerpos fúnebres. Hidran miró con tristeza aquellos cuerpos inertes. Muchos de ellos estaban destrozados, apilados como costales sin valor, unos sobre otros, envueltos en mortajas rotas y sucias.

—Mira ahí —Fiodor señaló dos cuerpos—. Esos no están tan destrozados. ¿Qué dices? ¿Nos intercambiamos por ellos?

—Hagámoslo.

Entre los dos cargaron los cuerpos, los desvistieron para ponerse sus andrajos y luego los ocultaron dentro de toneles gigantes de aceite y arroz. Por descabellado que suene, la bodega tenía más de un solo uso. Los guardias almacenaban los cadáveres en el mismo lugar en donde guardaban sus provisiones de alimento. Y es que hay que tener en cuenta que cuando pasas años enteros dentro de una cárcel como lo era el Foso de David, aprendías a endurecerte, a volverte indiferente ante lo asqueroso y lo absurdo. No te importaba la higiene, no te importaba la vida de los demás, el convivir con presos que no se habían bañado en años, que tenían piojos y liendres, que podrían comerse los unos a los otros y después irse a dormir tranquilamente.

Básicamente, el Foso de David te deshumanizaba.

Una vez cumplido el paso de esconder los cuerpos, Hidran y Fiodor tomaron sus respectivos lugares. Se tiraron en el suelo y se envolvieron con la mortaja. Si bien no eran lazadas perfectas, los guardias jamás lo notarían. Al amanecer, estarían abandonando el Foso, y con suerte, lo harían antes de que los centinelas descubriesen los sacos de paja y tela que había en la celda.

La noche fue larga, y la madrugada peor, el viento se escurría por debajo de la puerta y volvía la bodega un espantoso congelador. Fiodor comenzaba a estremecerse, sentía la piel congelada, y temía que en cualquier momento un estornudo suyo les costara la oportunidad de ser libres. Pero para la suerte de ambos, los tres guardias que arribaron a la habitación al amanecer, no parecieron notar la diferencia. Comenzaron a cargar los cadáveres en una carreta que estacionaron en la puerta, y después, ajenos a todo lo sucedido, se marcharon.

Cuando el cuerpo de Hidran fue lanzado y aplastado por tres cuerpos más, un quejido, lo suficientemente débil escapó de sus labios. Agradeció que ninguno de los centinelas lo escuchasen, y entonces se quedó quieto.

A través de la manta conseguía ver los árboles que dejaba en su camino, podía sentir el viento fresco de la mañana, y una sensación de felicidad lo embargó cuando los primeros rayos del sol acariciaron la delgada tela de sus brazos. No había duda, estaba fuera del Foso y un paso más cerca para ser libre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.