Los meses pasaron, y cuando el navío se abrió camino en el mar Káltico, Hidran pudo sentir el sabor amargo de los recuerdos. El brujo se hallaba recargado en la barandilla de madera, pensativo, miraba hacia el horizonte tormentoso, pensando y tratando de recordar todo lo que había pasado en aquel trágico día.
—Se acerca la culebra —Jane Agnes se paró a su lado. La joven se sujetó el largo cabello castaño en una coleta alta y después observó al hombre. A la luz de la tarde sus ojos de colores diferentes parecían ensombrecerse todavía más.
—¿La culebra? —le preguntó Hidran.
—¿Ves esas nubes de allá? Esa es la Culebra del Mar Káltico.
—¿Hablas de la tormenta?
—¿Acaso no conoces la leyenda?
—He escuchado muchas leyendas a lo largo de mi vida, pero ninguna que tenga que ver con una tormenta de nubes negras.
—¿En las prisiones nunca te hablaron de ella?
—Créeme que cuando estás encerrado, las leyendas son tu último pensamiento.
—Pues bien, voy a contártela. Hace muchos años, una terrible tempestad se generó justo aquí, en el mar Káltico. El tifón causó destrozos en una gran parte de Zervogha, pero sin duda Hordáz fue el país más afectado. Se dice que durante aquella tormenta el poderoso dragón de fuego Kinabraska, despertó de su sueño —los recuerdos de Hidran se dispararon—. La gente dice que fue un hechicero quien generó la tormenta y después despertó al dragón para causar destrozos.
—Baja esa cosa, Arkansa.
—¿Ahora sí me tienes miedo?
—Se dice que el hechicero era un brujo muy poderoso, y que solo quería controlar al planeta bajo su dictadura y creencias. Se dice que ya estaba harto de ver cómo asesinaban a tantas criaturas mágicas, y que de verdad deseaba que los humanos sintieran ese mismo dolor.
—¿Sabes… sabes cómo se llamaba ese hechicero? —la voz de Hidran le temblaba.
—Nadie lo sabe, solo le han llamado La Culebra del Mar Káltico.
—Podrirte en tu veneno, despreciable culebra.
—¿Culebra? Veamos el poder que tiene esta culebra.
—Los reyes de Hordáz murieron el día de la catástrofe. Nunca se encontraron sus cuerpos; ni los de ellos ni los marinos o del capitán, ni siquiera al hermano del rey Hiluzan que los acompañaba. Flavio, ¿te sientes bien? Estás muy pálido.
—Si el rey y la reina murieron, ¿quién tomó el trono?
—Omalie Barklay —contestó Gálen, acercándose a la barandilla para valorar las ráfagas de viento—. El hermano menor de la reina Arkansa. Aunque no duró mucho en el poder, pues unos años después lo remplazó la hija biológica de los reyes.
—Ileana —la palabra acarició la lengua de Hidran como una posible esperanza—. Ileana es reina.
—Pensé que no habías escuchado hablar de esa historia —Jane enarcó una ceja.
—Ah… eso de la nueva reina sí lo escuché en alguna de las prisiones.
Dijeran lo que dijeran, Ileana e Hidran llevaban la misma sangre. Eran familia. Carne de carne. Agatha tenía magia, Hidran tenía magia y Arkansa tenía magia. Era indiscutible; Ileana tenía magia. Era una bruja, y con un poco de suerte, sería una poderosa Bruja Arcana.
Hidran sonrió.
—¿Flavio, te sientes bien? —Gálen lo sacudió del brazo.
—Mejor que nunca.
—Pues qué bueno, porque estamos a punto de atracar en el puerto de los brujos. Bienvenido a casa, querido Flavio.
Hidran miró hacia las nubes negras, y casi pudo jurar que un par de ojos verdes, los ojos de una culebra, lo observaban con frialdad.
Por supuesto que estaba en casa.