La Reina de Hordaz

30. Cuando la estrella se apagó

EL DÍA QUE KINABRASKA SALIÓ DEL VOLCÁN

Su traje se llenó de sangre, sus ojos comenzaron a oscurecerse, y aunque abajo se escuchaban las exclamaciones de sorpresa y horror, Hidran solo podía prestarle atención a la mortífera mujer que tenía enfrente.

Ileana lo había apuñalado. Le había atravesado el cuerpo clavándole la misma Espada Carver en el estómago.

—Yo también puedo ser la reina del hurto y del engaño —dijo ella.

Le había robado la espada sin que él se diera cuenta.

—Ileana… —Hidran comenzó a ahogarse con su propia sangre.

—Me costó mucho trabajo entenderlo, pero por fin lo hice. No me mataste porque me necesitabas. Solo una mujer puede controlar a una hembra.

—¿Qué… qué hiciste…?

—Encontraré a Olgha Rehjel, la haré trizas y después arrojaré sus pedazos a tu tumba —cuando Lelé volvió a sacar la espada de su cuerpo, Hidran cayó al suelo. Estaba muerto. La Espada Carver le había arrancado la vida. Y en el cielo, la estrella que siempre brillaba, comenzó a desaparecer.

Un ensordecedor grito retumbó por todos los pasillos de aquella hermosa y enorme casa. Los jóvenes y hombres que se hallaban cerca, corrieron por las escaleras hasta llegar a sus aposentos. La encontraron ahí, arrodillada en el suelo, llorando y agarrándose el pecho mientras se destrozaba la garganta en lamentos tristes y heridos.

—Madre —uno de aquellos jóvenes la tomó entre sus brazos—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes?

Pero Olgha no respondió, solo tenía ojos para el cielo. Allá arriba, la estrella que durante tantos años la mantuvo con esperanza, había desaparecido.

Hidran estaba muerto.




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