La Reina de Hordaz

31. Dedo en el renglón (parte 1)

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-Ya te imaginarás la cara que puso Omalie cuando nos vio a Lelé y a mí salir del caldero. ¡El pobre no se lo esperaba! Hubieras estado ahí para ver la cara de sorpresa que el Duque y el Barón tenían. Los dos estaban aterrados. ¡Ay! Si ese caldero pudiera hablar, seguramente nos narraría incontables historias…

A Básidan le dolían los oídos y la cabeza. Surcea no dejaba de parlotear prácticamente toda su vida y sus aventuras en el castillo después de que Omalie decidiera adoptarla y ella se convirtiera en la mejor amiga de Lelé. Llevaba toda la mañana hablando, y aunque el general era de duro aguante, hasta él mismo comenzaba a sentirse irritado.

—Surcea —dijo con toda la amabilidad del mundo—. Me agrada escuchar tus historias, pero, ¿no te has cansado ya? Llevamos alrededor de nueve horas caminando, y tú no has dejado de hablar ni un solo segundo.

La Corniz se acomodó el pesado abrigo de su cuerpo.

—Con este frío, el hablar es la única cosa buena que me hace entrar en calor. Un paso más y tendré los dedos congelados.

Después de escapar de Hordáz y de las fauces mortales de Kinabraska, el general y la Corniz llegaron al puerto de la costa, y como era de esperarse, el lugar estaba abarrotado de destrucción, muertos y ciudadanos queriendo escapar. Básidan acudió a los contrabandistas para que pudieran sacarlos y llevarlos a Devol, y aunque esto le costó pagar casi con un ojo de la cara, el general no se detuvo a pensar en el precio. Lo único que deseaba hacer era abandonar aquella peligrosa tierra y recuperar lo que siempre le había pertenecido.

Al llegar, Básidan adquirió dos pesados abrigos en una de las tiendas del puerto, le entregó uno a Surcea y ambos echaron a caminar. Su viaje duró poco más de un día y medio. Tenían los ojos rojos, las narices congeladas y las mejillas entumecidas. Pero cuando estaban a punto de desfallecer, el general avistó la pequeña choza que tanto había estado buscando. En medio de un campo árido y cubierto de nieve, se levantaba orgulloso el humo de una chimenea.

—¿Qué es eso? —Surcea, jadeando y con los pies adoloridos, consiguió dar un último paso y detenerse al lado del hombre.

—Camina —le dijo él.

—¿Ahí está tu dragón?

—No.

—Entonces ¿qué hacemos aquí?

—Visitaré a un gran amigo mío.

—Hordáz está en guerra, Ileana se ha vuelto loca y hay un maldito dragón quemando todo a su paso, ¿y tú vienes hasta aquí para visitar a un amigo?

—No tenemos comida, nos estamos muriendo de frío y encima pronto nos caerá la noche. ¿Estás segura de que quieres continuar?

Surcea parpadeó un par de veces.

—¿Cómo se llama? Hay que saludarlo como es debido.

El general siguió avanzando, levantando su mano derecha y esbozando una sonrisa cuando el propietario de aquella casita lo vio a la distancia.

—Jodida suerte la mía —se quejó el hombre—. Básidan Kendrich, esto sí que es una sorpresa para nada agradable. ¿Qué haces aquí?

—Creo que no le agradó tu visita —Surcea le susurró al oído.

—Idvo…

—¿Sabes qué? No hables más, que más rabia me dará escucharte. Pasen, seguramente se están congelando con este clima.

—Y no sabe cuánto —Surcea sonrió, apartó al general y se fue detrás del hombre.

Por dentro, aquella casita resultó ser mucho más espaciosa y cálida de lo que Surcea había imaginado. Con paredes de madera y cuadros de hermosos paisajes, la estancia se encerraba en una luz marrón que titilaba sobre la chimenea y sobre los mueblecitos de madera.

Idvo dejó sobre la mesa dos tazas de café y después ocupó un asiento frente a sus visitantes. Tenía tantas preguntas, tantas cosas para reclamarle y gritarle, pero dejaría que fuese Básidan quién rompiera el silencio.

—Disculpa que hayamos venido de esta forma.

—De ti me puedo esperar cualquier cosa. Igual, si mañana despierto y tú ya no estás, tampoco me sorprendería.

El general, apenado, bajó la mirada.

—Nunca te pedí perdón por eso.

—No había forma de que lo hicieras. Te recuerdo que nunca regresaste, y al parecer hasta los dedos te dolieron para enviar una carta.

—Idvo… creo que es importante que sepas lo que estoy a punto de hacer.

El joven suspiró, dejó de lado su café y se cruzó de brazos. Vistos frente a frente, los dos tenían un alto parecido. Mismas edades, mismos gestos fríos, mismo color de ojos y mismas narices respingadas.

—¿Sabes a qué me refiero? —insistió el general.

—No es seguro que vayas, Básidan. No sabes si las cosas ya se han calmado, o si ella sigue anclada a su capricho de juventud.

—No lo hice antes por miedo…

—¿Qué lo hace diferente ahora?

—Fui enviado a Hordáz bajo una misión encabezada por el Emperador. Se me encomendó cuidar la Espada Carver, y por desgracia no salió como todos esperábamos. La reina ha tomado el arma y ahora gobierna el país bajo una dictadura de muerte y destrucción. Idvo, Kinabraska ha despertado.




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