—Yo sabía que Omalie había dejado la bolsa de renichos dentro del caldero, pero nunca imaginamos que Lelé llegaría con intenciones de cocinar. La bolsa de los renichos terminó siendo un estofado —Surcea se atacó a carcajadas—. Se lo dije, general, si ese caldero pudiera hablar, seguramente contaría una gran cantidad de historias. ¿Ya le conté la vez que el Duque, Ileana y yo fuimos de pesca?
Básidan puso los ojos en blanco, pues ya comenzaba a dolerle la cabeza.
—Le gusta hablar —Idvo sonrió mientras miraba la punta de sus botas incrustarse en la nieve.
—No ha dejado de hacerlo desde que salimos de Hordáz.
—A mí me agrada —el general no pasó desapercibido el rubor natural de su compañero.
Finalmente, Básidan y compañía llegaron a los inicios de una villa, y como era de esperarse, las casas eran pequeñas y estaban hechas más de madera que de roca. Las calles eran angostas, había molinos de viento, y en cada una de las pequeñas tiendas de suministros había un pequeño altar que brindaba homenaje a Elffman, el Gran Santo Blanco del hielo.
Los visitantes continuaron su camino, y aunque muchas de aquellas calles traían buenos y malos recuerdos, Idvo y Básidan no dijeron ni una sola palabra referente a ello. Llegaron a una gran casa, fincada con ladrillos rojos y paredes de alambre, grande, tan grande como una autentica fortaleza.
En una de las dos torres, un hombre hizo sonar un cuerno.
Los guardias se congregaron frente a la puerta, todos ellos vestidos con cotas de malla y cascos de acero, espadas, ballestas y cuchillos, listos para atacar en caso de ser necesario.
—Esto es una agradable sorpresa —un hombre más salió al encuentro, pero a diferencia de los demás, este portaba orgulloso una larga capa gruesa, suave y blanca como la nieve—. Idvo Habill y Básidan Kendrich. Qué gusto volver a verlos.
Surcea sonrió, agradecida de tan cálido recibimiento, sin embargo, los rostros de Idvo y Básidan detonaban aberración.
—Hemos venido a ver a Begrat.
—Al jefe también le encantará saber que sus hijos han regresado. ¡Apresadlos! —y como necrófagos a la carne, los guardias se lanzaron hacia ellos.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?! ¡¿Qué hicimos?! —Surcea gritó, pero ni eso detuvo a los soldados.
Los detenidos fueron llevados a la sala principal, encadenados y custodiados por al menos cuatro hombres cada uno. Sentado detrás de una enorme mesa de concreto gris, yacía un hombre alto, moreno y fornido, de espesas cejas blancas y abundante barba que los observaba como si fuese el suelo que pisaban sus botas de piel.
—Idvo, Básidan y… ¿tú eres?
—Surcea, y quiero decirle que esto es un gravísimo error. ¿Por qué nos han detenido?
El hombre enarcó una ceja, pero de pronto, toda su atención recayó en los dos hombres encadenados.
—¿Qué los ha traído hasta aquí?
Idvo miró a Básidan.
—Tú tienes algo que me pertenece.
—¿Ah, sí? ¿Qué cosa?
—Devuélveme mi collar.
—Es increíble que durante mucho tiempo presumí de tenerte como hijo, Básidan. Vienes aquí, a mi fortaleza, a mi villa y a mis aposentos sin portar ni una sola arma, con la absurda esperanza de que me apiade de ti y te devuelva el collar de Soren. Hay que ser tremendamente estúpido o tener mucho valor para hacerlo.
—No he venido a pelear, Begrat., solo quiero recuperar lo que me pertenece.
—¡Lo que le pertenece, dice el hombre!
—La bestia me eligió a mí.
—¿Y cómo le pagaste?
—No podía hacer nada, pues te recuerdo que tú y tus hombres intentaron asesinarme entre largas sesiones de tortura.
—¿Y después? ¿Acaso no te convertiste en un despreciable Cazador de Brujas que escaló para convertirse en el supremo general de los Caballeros Blancos? ¿Por qué no viniste por tu dragón? Espera, fue porque Kair Rumass no soporta la magia. ¡Pesó más un puesto de élite que la supuesta amistad que tenías con la bestia! ¡Estoy cansado! ¡Echadlos a los calabozos! Retomaré lo que comencé hace años.
—¡Espere! —Surcea levantó sus manos encadenadas—. No tenemos por qué terminar así. El destino de Hordáz y de toda Zervogha se encuentra en el poder que tiene ese collar. Usted quizá no lo sepa, pero el mando de Hordáz ha sido tomado por una peligrosa bruja y su dragón. Si usted tuviera un poco de empatía y un enorme corazón que seguramente guarda bajo ese pecho acerado, podría permitirnos tomar el collar y detenerla para que Zervogha pueda salvarse y así todos vivamos en armonía y en una fraternal paz.
Básidan arrugó la nariz y los ojos de Idvo brillaron con admiración. No cabía duda, a Idvo le estaba gustando Surcea.
—Qué conmovedora historia, mi Lady, casi me ha hecho reencontrarme con el Begrat piadoso de mi juventud.
—Entonces, ¿nos ayudará?
—Por supuesto que no. ¡Echadlos a los tres a los calabozos!
—¡¿Es que acaso no tienes corazón, hijo de…?!