La Reina de Hordaz

32. Fuerte deseo de venganza (parte 3)

El aparente silencio parecía reinar en todos los pasillos del palacio, pero cuando Oratzyo entró a la habitación de la reina, ninguna palabra podría describir la expresión de horror y pánico que azotó su rostro cuando vio a Priry. El brujo yacía con sus manos esposadas por un par de gruesas cadenas que colgaban del techo, sin playera y únicamente con el pantalón puesto. Ileana se hallaba detrás de él, y con un bestial látigo le azotaba la espalda desnuda, provocándole enormes heridas que no dejaban de sangrarle.

—¿Majestad?

—¡¿Qué?! —ella se dio la vuelta y su cabello blanco voló con el viento que entraba por la ventana.

—¿E, ese, ese es, el brujo?

—¡Oratzyo! —Priry intentó darse la vuelta, pero los grilletes no se lo permitieron—. ¡Ayúdame, Oratzyo! ¡Ayúdame!

—¿Qué quieres, Oratzyo? —Ileana centró la atención del Conde en ella.

—Ya está lo que pidió. El cuerpo de, bueno, usted ya sabe, ya se encuentra en donde lo ordenó. Sus soldados la están esperando.

—Perfecto, iré en unos segundos.

—Ileana, ¡perdón!, Majestad. Yo quería preguntarle… ah, bueno, ¿qué le pasó en…? —el Conde señaló su propio cabello.

—¿Acaso no te gusta cómo me veo?

—No era blanco.

—No, no lo era, pero se me ve bien, ¿no lo crees?

—Yo… —el Conde desvió su mirada hacia el brujo— me retiro, Majestad.

—Harías bien. Largo.

—Ileana —Priry comenzó a llorar. Tenía todo el rostro cubierto de moretones, cortaduras y sangre fresca; la piel de su espalda no dejaba de palpitarle, y su cuerpo entero se estremecía entre espasmos y convulsiones de una alta temperatura. Es verdad que Priry iba a pagar todo el daño que le causó a la reina. Y terminaría dándole la razón, pues su peor castigo fue salir de su cabeza —. Me duele mucho. Siento que comienzo a tener fiebre.

La reina se acercó a él, tomó su rostro con su mano derecha y le sonrió.

—Y no es ni la mitad de lo que pienso hacer contigo.

—Perdóname, Lelé, perdóname por favor…

—No llores, brujo. No me hagas odiarte más de lo que ya lo hago.

—Estoy mal, me siento mal.

—Regresaré pronto —Lelé se acomodó sus guantes—, y espero que cuando lo haga, sigas vivo. No me hagas usar de nuevo mi espada.

Lelé regresó al área de los calabozos, pero esta vez en dirección opuesta de donde sus soldados seguían torturando al pobre de Frey con la intención de sacarle un poco de información. La reina anduvo entre los pasillos mientras sus botas resonaban y anunciaban su llegada. Finalmente, en uno de los calabozos, sus soldados le cedieron el paso.

La sonrisa de Ileana aumentó su tamaño. Rodeado por al menos doce centinelas, se hallaba el cadáver de Hidran. El brujo estaba sentado sobre una silla de madera, tenía los ojos fuertemente vendados y las manos y las piernas capturadas por gruesos bloques de cemento que le impedirían moverse. Ileana ya había probado la fuerza de su magia, y sabía que el tenerlo vivo, podría traerle muchos problemas.

—¿Está bien sujeto?

—Totalmente, Majestad.

—Bien, ya es hora de regresarlo —Lelé desenvainó la Espada Carver, la sostuvo con fuerza y le atravesó el pecho de una sola estocada.

Los pulmones de Hidran se llenaron de aire, su sangre corrió y su corazón volvió a palpitar. En el cielo, la estrella reapareció, brillando con una fuerza inimaginable. Hidran se movió, cogió aire a bocanadas y sus heridas comenzaron a curarse. Estaba vivo. La espada lo había traído de vuelta a la vida.

Una alta condena a cambio de un acto de fe. El acto fue regresar a Hidran, la condena siguieron siendo los sentimientos de Lelé.

—¿Puedes escucharme? —la reina probó con su voz, pues sabía perfectamente que él no podría verla.

—Debí haberte matado, ingrata malagradecida.

—Dejemos los regaños para después.

—Libérame, ¡¡¡AHORA!!! —la Culebra retorció su cuerpo, la silla se movió y los guardias se pusieron a la defensiva, pero sin sus manos y sus ojos, Hidran no podría hacer nada para liberarse.

Lelé sonrió.

—Qué gusto tenerte de nuevo. Tú y yo tenemos tantas cosas qué hablar.

—¿Qué es lo que quieres?

—Información sobre los dragones. Me enteré que existen más bestias como Kinabraska, y que pueden ser controladas si se portan unos amuletos. Por supuesto espero que me hables de ellos.

—¿Amuletos? ¿Quién te dijo eso?

—Estuve investigando. Después de que Kinabraska me entregara el poder absoluto de mi país, y de que yo quemara personalmente el cadáver del Obispo, me puse a investigar y descubrí que existe un clan entero de cinco dragones. Si con uno tengo semejante poder, ¿qué podría hacer con cinco de ellos? Hace unos días, envié a ejecutar a las Gárgolas, los soldados que servían a Froilán, y es interesante lo que pudieron contarme al saber que sus vidas estaban en peligro. Me dijeron que en la imagen de Ghirán, antes existió una curiosa sortija de piedra roja, pero que un día unos brujos la robaron —desde su silla, Hidran se removió incómodo—. Qué curioso que tiempo después, cuando Kinabraska atacó al barco de mis padres, esa misma sortija fuese encontrada en el mismo lugar en el que habían visto a una bruja. Ese es el amuleto que controla a Kinabraska, ¿verdad?




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