La Reina de Hordaz

32. Fuerte deseo de venganza (parte 4)

La reina regresó a su habitación, las sombras la perseguían como un cruel castigo, fantasmas de un poder mayor que solo servía para burlarse de ella en el eco de las palabras de Hidran. Se estaba quedando sin informantes. Sin Frey y sin Hidran dándole respuestas que ella necesitaba, Ileana tendría que recurrir a su nuevo plan.

—Priry —Lelé sonrió, se acercó a él y retiró sus cadenas, provocando que este se llevara un tremendo golpe en la cadera—. Vamos, ponte de pie.

El brujo la obedeció, quejándose por el dolor de su espalda consiguió erguirse y estremecerse cuando la reina se quitó los guantes y lo agarró por las muñecas. Ambos se quedaron viendo la piel de él, el curioso y llamativo tatuaje de serpiente que le rodeaba el brazo.

—¿De dónde ha salido eso y qué es?

—Apareció desde que fui encerrado en tu cabeza, pero no sé qué signifique.

—Claro, otro nuevo misterio por resolver, pero olvidémonos de eso y cambiemos de tema. Te voy a hacer un par de preguntas, y por tu bien espero que me las respondas con la absoluta verdad. En caso de que no lo hagas, mi magia sentirá que me estás mintiendo, y créeme que va a causarte un daño como nunca antes lo has sentido. Los azotes parecerán un juego de niños, así que piensa las cosas que vas a contestar.

El brujo asintió.

—¿En algún momento Hidran te habló sobre dragones?

Priry tembló.

—No.

Los voltios recorrieron su cuerpo, lo sacudieron con violencia y le chamuscaron la piel.

—Eso no es verdad —los ojos verdes de Ileana brillaron con maldad.

—¡Sí! ¡Me habló de ellos! —la corriente se detuvo.

—¿Qué te dijo?

—Son cinco dragones, cada uno de ellos pertenece a un país y a la isla de Circe.

—¿Te dijo algo de los amuletos? —el brujo se le quedó mirando, y al no conseguir respuesta, Lelé hizo soltar la descarga.

—¡También son cinco!

—¡¿Cuáles son?!

—El anillo controla a Kinabraska, el collar controla a Soren, el pendiente controla a Ulka, la moneda controla a Kretto y el brazalete solo controla a Daghmar.

—¿Te dijo en dónde están?

—No.

—¿Estás seguro?

—¡Sí, estoy seguro! Ni siquiera él lo sabe… ¡Solo me dijo que el anillo de Kinabraska lo tenía su mujer!

—¿Te habló de Olgha?

—Muy poco, te lo juro, solo me dijo que estaba enamorado de ella y que fue ella quien controló a Kinabraska cuando tus padres murieron.

—Priry, ¿cuál era tu participación en todo eso?

—Hidran me prometió que iba a darme el control absoluto de Circe. Me prometió tantas cosas… —bajó la cabeza.

—Y tú le creíste.

El brujo asintió. Tenía pedazos de piel todos chamuscados, los ojos rojos y le sangraba la nariz.

—Te voy a dar otra mentira a la cual aferrarte. Tu estancia conmigo no será el infierno cruel que estás imaginando.

—Hice muchas cosas mal…

—¡Hiciste todo mal! Y de hecho… —Lelé lo tomó de ambas manos—. Voy a hacerte una última pregunta, y espero que pienses muy bien antes de responderme.

Los ojos del brujo se llenaron de lágrimas.

—¿Tú denunciaste a Omalie con la Gran Capilla?

Priry sintió deseos de correr, de huir, gritar, llorar y maldecir. Vio su pasado desfilar ante sus ojos, y aunque mucho le hubiera gustado regresar el tiempo atrás y no cometer los mismos errores de antes, ya no podía hacer nada para remediarlo.

—Sí —miró sus muñecas, pero estas no recibieron ninguna descarga. Había dicho la verdad.

Una gruesa lágrima resbaló por la pálida mejilla de Lelé. En sus ojos se transparentaron los sentimientos de odio, desilusión, venganza y dolor. Se lo pudo esperar de cualquier otra persona, pero nunca de Priry. Y es que dolorosamente, Ileana sí se enamoró del brujo.

—Eh… ¿Majestad? —el Conde Houlder habló desde el marco de la puerta— Tenemos problemas.

—¿Qué tipo de problemas? —Ileana se limpió la lágrima.

—Los Duques Ozpos están aquí y se han reunido con el ministro y el general. Los cuatro la esperan allá abajo, Alteza.

—¿Ozpos? ¿Qué demonios quieren? —Lelé susurró para sí misma, volvió a colocarle los grilletes al brujo y abandonó la habitación, con Oratzyo siguiéndole los pasos.

En la sala, el matrimonio conformado por Alarik y Brina Ozpos, el general Francesco Gandola y el ministro de seguridad Skinely Nassarhy la esperaban de pie.

—Buenos días, señores. Quisiera decir que es un gusto recibirles en mi humilde morada, pero los cinco sabemos que no es así.

—¡Cínica desvergonzada! —la señora Brina Ozpos le espetó apenas Lelé llegó a ellos. Y tanto Skinely como Gandola se quedaron boquiabiertos al ver su largo cabello totalmente blanco.




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