La Reina de Hordaz

33. El rey del hielo (parte 1)

Furkán desmontó su caballo, saludó a quienes cuidaban de la entrada y se internó en los pasillos que conducían a los aposentos de Madre. Pero mucho le sorprendió ver a sus cuatro hermanas, jovencitas de no más de quince años, acurrucadas frente a la puerta mientras espiaban entre los resquicios de esta.

—¿Qué están haciendo? —les preguntó.

—¡Furkán! —gritaron las cuatro al mismo tiempo—. Qué bueno que has llegado. Madre lleva encerrada toda la mañana, y comienza a preocuparnos. Ni siquiera se ha reunido con nosotros para la merienda, y ella nunca falta.

—Vamos, niñas, que seguramente tendrá asuntos importantes.

—Pero sea lo que sea, es grave. Mandó a Quirino para que le trajera una armadura.

—¿Una armadura? ¿Acaso piensa acompañarnos?

—No lo sabemos, y aunque intentásemos averiguar qué está haciendo, ella no nos lo permitiría.

—Ha hechizado la habitación para que nadie pueda escucharla —respondió la siguiente hermana.

Furkán se reacomodó su traje azul, volvió a echarle un vistazo a la puerta y de pronto, esta dejó escapar un llamativo humo negro y verde.

—Está retirando el hechizo —comentó una de las jovencitas.

—Niñas, será mejor que regresen a sus habitaciones.

—Pero, queremos saber qué está sucediendo.

—No se preocupen, cualquier cosa yo las mantendré informadas. Andando, que esos girasoles no van a florecer solos.

En cuanto se marcharon, Furkán abrió la puerta y se deslizó al interior del cuarto. Madre se hallaba de pie frente a la ventana, cubierta hasta la cabeza por una larga capa gris que le impedía a él verle el rostro, observando detenidamente la inusual estrella que ahora parecía brillar con más fuerza.

—Me informan que has pedido una armadura.

—Es verdad —pero la mujer no se giró hacia él.

—¿Piensas, piensas acompañarnos?

—En su totalidad.

—¿Te has vuelto loca, Madre? Hordáz estaría gustoso de cortarte la cabeza, o lo que es peor, capturarte y disfrutar mientras te quemas en las hogueras.

—Mi adorado Furkán, una horda de feroces cazadores nunca ha logrado detenerme.

—Con todo respeto, y lamento mi franqueza, pero no creo que en tu condición puedas correr, mucho menos pelear.

—Sigues pensando que tengo cincuenta y cuatro años, ¿verdad?

—No lo pienso, Madre, los tienes. Sé que es la primera vez que encabezo un movimiento como este, pero te pido que me tengas fe. Puedo lograrlo.

—Toda mi vida entrené a ti y a tus hermanos y hermanas para que supieran defenderse. Recuerda tus enseñanzas, aquellas que te hablaban de un mundo cruel y coleccionista de muertes. Los hombres se divierten cazándonos, y aunque tus hermanas mujeres tienen más peligro de ser señaladas, ustedes los varones no se escapan del todo.

—Soy un brujo, orgulloso de mi linaje mágico, pero también soy un guerrero que te protegerá sin importar lo que pase.

Olgha se dio la vuelta. De aquella mujer avejentada y demacrada ya no quedaba absolutamente nada. Era la Olgha joven, la bruja fuerte y aventurera que Hidran había conocido, con su hermoso cabello rizado, sus mejillas rojas y ese hermoso color moreno de su piel que la hacía única y hermosa hasta los huesos.

—¿Qué te pasó? —Furkán estaba con la mandíbula hasta el piso.

Olgha le sonrió y señaló el pentagrama de sangre que había en el suelo. Priry no era el único brujo que sabía cómo convocar patrones de intercambio. Pero aquí la pregunta era: ¿qué cosa había ofrecido a cambio de recuperar su juventud?

—Es hora de partir, pero antes, hay secretos que aun tienes que guardar conmigo —la bruja levantó su mano derecha, se quitó el brazalete de escamas verdes y se lo colocó a él—. Vamos, hijo mío, Hordáz ya necesita otra buena sacudida —su risa se elevó hacia el cielo, corrió entre los pasillos y estremeció a las paredes.




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