Hidran volvió a parpadear, trataba de concentrarse y pensar en lo que había sucedido hace un par de horas, pero las laboriosas manitas de ocho jovencitas entre los nueve y doce años, no le ayudaban del todo. Hidran estaba incómodo, postrado sobre una cama mientras las niñas le limpiaban el rostro, le curaban las heridas, lo peinaban y le hablaban.
—Madre está feliz, se le ve en la mirada —dijo una.
—Parece una reina—dijo otra.
—Una reina y su consorte —todas suspiraron.
—Basta, hermanas, saben que Madre detesta que nos refiramos a ella con los títulos de la realeza. Pero aquí entre nosotros, señor brujo poderoso, deberíamos probarle los trajes que utilizará en esa futura boda.
—Bailarán un vals.
—Comerán juntos el merengue del pastel.
—Se recitarán los votos.
—Y usted le entregará el anillo.
—¡Y vivirán felices para siempre!
—Oigan, oigan —Hidran se las quitó de encima—, no sé de qué están hablando, pero me gustaría que me dieran un poco de espacio. Necesito respirar.
—¿Cómo que no sabe de qué le estamos hablando?
—Para empezar ni siquiera sé quién es su madre, y ya la compadezco.
Las niñas retrocedieron, se llevaron las manos al pecho y esbozaron una mueca de ofensa.
—Cómo puede asegurar eso, si ella siempre ha dicho que usted la amaba.
La expresión de Hidran se suavizó.
—¿Su madre es Olgha?
Las niñas asintieron.
Una extraña presión se agolpó en el estómago de Hidran, un sentimiento que iba más allá de la tristeza y desilusión. La promesa desapareció, y las palabras que un día Fiodor le dijo, regresaron con mucha más fuerza.
«Con el tiempo, las mujeres olvidan sus promesas». Olgha la había olvidado, y ahora era madre de ocho jovencitas.
—¿Podrían prestarme un espejo? —la voz del brujo estaba rota.
Una de las niñas se dirigió al tocador, abrió uno de los cajones y extrajo un precioso espejo de mano. Cuando Hidran se vio en él, la belleza de su juventud lo animó a levantarse. Es verdad que estaba un poco demacrado, escuálido y herido, pero al menos ya no cargaba con los años de vejez con los que salió de las Rumass y de Circe.
La puerta se abrió, Furkán entró primero y después le cedió el paso a Olgha. Los latidos de Hidran se dispararon. La seguía amando como el primer día que la conoció.
—¿Podrían dejarnos solos? —la voz de Olgha era dulce. Se había quitado la armadura y ahora llevaba un bonito vestido de algodón color amarillo.
—Nosotras queríamos escuchar —las niña se abrazaron a su cintura.
—Lo sé, pero es necesario que yo hable a solas con él. Vayan, Furkán las llevará a visitar a los caballos.
—¿Podemos acariciar a Rompope?
—Solo si su hermano lo permite. Recuerden que Rompope es su caballo.
—¡Entendido! —y sin más, las ocho se fueron detrás del joven.
Hidran y Olgha se miraron durante un par de segundos, ella caminó hacia él, se detuvo y entonces le pegó una bofetada.
Hidran abrió los ojos de par en par.
—¿Por qué fue eso?
—Porque eres un mentiroso. Me dijiste que en cuanto pudieras, me buscarías por todos los rincones del mundo, y en cambio, lo primero que hiciste fue marcharte a Hordáz.
—Está bien, no fue la manera correcta de formar mis planes, pero el buscar a Ileana me llevaría a ti.
—¿Ah, sí? Y según tú ¿cómo lo haría?
—Se supone que Ileana me ayudaría a encontrar la Espada Carver, y ya entonces te buscaría. No quería que me vieras en esas condiciones.
—Fueron años, Hidran, ¡años! Durante décadas viví con la zozobra de pensarte, de saber qué te había sucedido y resulta que tú te la pasabas trazando planes, ¡planes que se supone, serían nuestros!
—Te equivocas, Olgha, yo en Hordáz solo estuve un par de meses.
—¿Y los demás años? —la bruja se cruzó de brazos.
En los ojos de Hidran apareció la amargura de unas décadas acumuladas.
—¿Alguna vez escuchaste hablar del Foso de David?
Olgha relajó su mirada.
—¿El Foso de…? ¿Estuviste…? Pero, ¿cómo, cómo lograste… salir?
—Veintidós años.
—¿Qué pasó?
—Me declaré culpable de cuatro homicidios que yo no cometí. Era eso, o que los Caballeros Blancos me enviasen a las revisiones de magia, y entonces sí me quemarían en las piras. Fui sentenciado a cadena perpetua en el Foso de David por los asesinatos de un Conde, su esposa y sus dos hijos pequeños.
—Necesito escuchar esa historia completa.
—Por lo visto, ambos tenemos historias para contarnos.
La mujer levantó la mirada ante su tono acusatorio.