Los dos recorrieron los pasillos y los jardines. De verdad que la casa era grande, enorme, e incluso podría decirse que tenía la arquitectura y los lujos de un pequeño castillo. Solo que a Olgha no le agradaban los títulos de la realeza.
—Tienes que estar bromeando —el brujo se detuvo apenas vio la enorme cúpula de cristal que se alzaba en lo alto de una capilla.
—Camina, Hidran, te lo explicaré todo.
—Olgha; los santos, los obispos y yo no nos llevamos muy bien. De hecho, ningún brujo se lleva bien con los clérigos.
—El hombre que voy a presentarte es diferente.
—¿Diferente en qué aspecto? Adivino, no me va a quemar en una pira, sino en un sarcófago.
—No va a quemarte de ninguna manera. El sacerdote que vive aquí no es igual a los que tú y yo hemos conocido en el pasado.
—Si se me acerca, lo mataré.
—No lo harás.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque él me salvó la vida cuando escapé de Hordáz —la expresión felina de Hidran desapareció apenas Olgha pronunció esas palabras—. Dijimos que los dos tenemos muchas historias que contarnos, y mi huida de Hordáz es una de ellas. No eres el único que guarda secretos, cariño. Andando, te lo presentaré.
Hidran y Olgha entraron a la Capilla. Dentro, había un hombre con una sotana blanca puesta que rezaba mientras cargaba entre sus manos un hermoso rosario de cuentas moradas. Al escuchar los pasos, el hombre abrió los ojos y sonrió. Un gesto dulce y acogedor. Sin embargo, este fue decayendo cuando notó el verdadero rostro de Olgha, aquel rostro joven, propio de una muchacha de veinte años.
—Padre Samael, qué gusto verle.
—¿Olgha?
—Lamento impactarlo con mi cambio físico, pero las circunstancias lo requerían. He recurrido a mi magia, espero que eso no le preocupe.
—Para nada, solo que como lo has dicho, no deja de ser impactante.
Al fondo, Hidran lo miraba con recelo.
—Padre, he venido, pues mis hijos me han anunciado su visita esta mañana en mis aposentos.
—Me dijeron que te habías marchado, y cuando me dieron detalles, poco me faltó para irte a buscar —Hidran se aclaró la garganta—. Por fortuna te has ido con Furkán, y sé que él sería capaz de entregar su propia vida con tal de mantenerte a salvo.
—Lamento haberme ido sin decirle nada, pero pensé que se opondría a mi loca idea.
—No apoyaría una idea que te conduciría a tu propia muerte. Hordáz es un campo de trampas para los brujos.
Hidran puso sus ojos en blanco.
—Pero estoy bien, y he vuelto con aquello de lo que alguna vez le hablé.
El sacerdote asintió.
—Padre Samael, quiero presentarle a Hidran Harolan…
—El amor de su vida, novio eterno, amante carismático y futuro padre de sus demás hijos a partir de hoy y para siempre.
Samael sonrió.
—Encantador, por cierto.
—Y usted, intenso, por cierto —Hidran lo observó de arriba abajo.
—Bueno —dijo Olgha—, los dejaré para que puedan hablar.
—¡¿Qué?! No, yo no tengo nada qué hablar con… religiosos.
—Hidran, el Padre Samael tiene mucho de qué hablarte. Solo serán un par de minutos.
—Ni minutos ni segundos. Los clérigos hablan con los santos, que este hablé con quien se le pegue la gana.
—Quiero hablar contigo, Culebra.
Y como de rayo, Hidran se giró hacia él.
—¿Cómo, cómo me llamaste?
—Tu leyenda ha sido muy popular en toda Zervogha, lástima que no la cuentan con la verdad.
Olgha percibió un ligero interés en su amado, y es que para atraer la atención de Hidran Harolan, la famosa Culebra del Mar Káltico, era necesario no tenerle miedo.
—Estaré en los jardines por si me necesitan —Olgha palmeó el hombro del brujo y entonces se alejó.
Una vez solos, el sacerdote volvió a sonreír.
—¿Gustas sentarte?
—¿Qué te hace pensar que esta conversación va a durar horas?
—Créeme que te sentirás interesado y no podrás parar. Así funcionan los pecados.
Hidran sonrió con amargura.
—Pecados, he cometido “pecados” toda mi vida como para poder fingir uno más. Habla ya, que cuanto más rápido termine mi conversación, más rápido podré regresar a mi cama y dormir el resto de la tarde.
—Tu sobrina tiene la Espada Carver, ¿no es cierto?
—Sí, y de hecho yo la tuve entre mis manos, sentí su poder y lo engendré en mí, pero para mi mala suerte, no duró mucho. Me confié, bajé la guardia y dejé que ella me apuñalara.
—No te culpo. Al final de cuentas no tenías por qué desconfiar de tu propia sangre.