La Reina de Hordaz

36. El poder de una moneda (parte 3)

La enorme y pesada capa del emperador recorrió el suelo y la marca de sus pisadas justo detrás de él. El hombre llevaba una prisa arrasadora, tanto que ni siquiera prestó atención a los guardias que inclinaban la cabeza en una señal de respeto y obediencia. El hombre entró a una habitación aparentemente vacía, abrió un par de puertas dobles y descendió por unas largas escaleras de caracol que lo llevarían a la parte trasera de su palacio, más allá de los increíbles jardines colgantes y los campos de entrenamiento, más allá de las fuentes y de la enorme estatua de sí mismo que había enviado a tallar en roca blanca.

—¿Cómo vamos con la excavación, Iragho? —le preguntó a un hombre de traje oscuro que lo recibió al final de las escaleras.

—De hecho, ya lo conseguimos —le respondió.

La mirada de Augusto adquirió fuerza y ambición, se quitó los guantes blancos que protegían sus manos y se los entregó al sujeto del traje.

Juntos entraron a una bodega sumamente grande, colosal, de aquellos lugares que parecen más una cueva que un almacén subterráneo. Lo que los ojos de Augusto presenciaron, lo dejó, literalmente, con la boca bien abierta.

—Es hermoso, ¿verdad, Majestad?

El emperador sonrió.

—Es letal.

Ahora que estaba más cerca pudo distinguir todo su cuerpo; sus garras, unas fauces repletas de colmillos, una cubierta reseca de escamas que en algún tiempo fueron brillantes, unos cuernos larguísimos y afilados, unos ojos muertos y aparentemente inexpresivos y alas membranosas. Estaba frente a Krettho, el poderoso dragón del equilibrio. Su tamaño era sobrenatural, cinco veces más grande que Kinabraska, más fuerte, más antiguo, y como bien ya lo había expresado el emperador: más letal.

Pero había un detalle, y es que Krettho parecía estar petrificado. Los soldados de las Rumass lo habían encontrado en el fondo de la tierra, sepultado bajo toneladas de barro y roca que ya se había endurecido a su alrededor. Lo increíble es que estuviera entero. Augusto sabía que con la moneda en su poder, podría regresarlo a la vida cuando él lo deseara, y era justo lo que haría cuando sus soldados terminasen de quitar los bordes de roca que le impedían moverse.

—Señor…

—¿Qué ocurre, Iragho?

—¿Está seguro de que esta vez su plan sí va a funcionar?

—Espero que sí. Ya he desperdiciado mucho tiempo creyendo que un grupo de idiotas pueden hacer mi propio trabajo. No puedo permitirme perder más oportunidades. Según lo que me informaron mis guardias, la reina de Hordáz cada día está más descarriada, y si dejo que se siga sintiendo superior, terminaré arrepintiéndome.

—¿Qué hay de Básidan Kendrich?

—No me preocuparía demasiado. Si Caleb consigue matarlo, lo eliminaría completamente de mi camino.

—¿Y en caso de que no lo consiguiera? — Iragho se frotó las manos con temor.

El emperador se giró hacia él, molesto y totalmente dispuesto a construir una pelea.

—¿Acaso estás dudando de la fidelidad que fue sembrada en mis Caballeros Blancos?

A Iragho le temblaron los labios

—Básidan era el general de los Caballeros Blancos, y al parecer ha desertado de su juramento.

—Básidan es un caso diferente. Gracias a él conseguí el arma de herejes que durante tantos años mis generaciones han estado buscando, y cuando por fin pueda destruirla, podré vengar a mis antepasados y erradicar a esos adefesios abominables que portan magia.

—Su señoría tiene razón, hemos perdido muchas oportunidades.

—Esos malditos Obispos me hicieron perder mi tiempo. Juraron ante mi persona que podrían encontrar los amuletos y activar el Cinturón de Zervogha, pero no fueron más que unos imbéciles opacados y descubiertos por Básidan. Y ni hablar de Froilán, que se dejó robar por mi general y asesinar por una estúpida mocosa de sangre maldita.

¿Recuerdan cuando Básidan robó la caja fuerte de la Gran Capilla y Froilán se puso totalmente loco para recuperarla? Bueno, lo que había preocupado al Obispo fue que, dentro de aquella caja fuerte se hallaba el famoso anillo que controlaba a Kinabraska y el importantísimo documento que guardaba los números: 15, 24, 33, 42, 51; la secuencia de ida y vuelta que rezaba un conteo y una cuenta regresiva. Que iba desde el 1 hasta el número 5.

Básidan hizo sus propias averiguaciones, investigó y releyó varios libros y enciclopedias antiguas que había recolectado desde su juventud. Lo que encontró fue aterrador. El general de los Caballeros Blancos se negó a creerlo, pero al final no le quedó más que calar a su mentor. Orquestó un plan para que Augusto le confirmara lo que él ya había pensado, y cuando envió a Frey, Eghor y Caleb para que se entrevistaran con su excelencia, él ya intuía las respuestas que vendrían en aquellas cartas.

“Están intentando activar el cinturón de Zervogha”, había contestado el monarca, pero el general no era estúpido, y sabía que nadie más que el propio emperador tenía el poder de reunir a los clérigos más importantes de sus respectivos países. Alguien tenía que haberlos animado a buscar los amuletos y utilizarlos. Y por supuesto ese había sido Augusto.

Básidan lo sabía, sospesó sus opciones, y temió encontrarse en un callejón sin salida, sin embargo decidió apostar todo lo que tenía en aquellos ojos benevolentes, bondadosos, justos y guerreros. Ileana no lo defraudaría, y él lo pudo comprobar cuando la reina se plantó en la Gran Capilla con la intención de salvarle la vida al matrimonio de enanos que estaban destinados a morir. Pero ahora que la reina se encontraba bajo el poder de la Espada Carver, él tenía que destruir el arma y liberar a Lelé.




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