La Reina de Hordaz

37. La cantiga de la deshonra (parte 2)

Las lágrimas de Lelé reproducían hondas profundas en la fuente de su palacio. La reina yacía de rodillas frente al borde circular de concreto, y en completa soledad dejaba que sus lágrimas y temores corriesen como los cobardes que se sentían ser. Algo le estaba sucediendo, el poder de la Espada Carver era demasiado fuerte, y estaba acabando con ella.

En el interior de Ileana se estaba gestando la peor tormenta de sentimientos que ninguna otra persona había sentido jamás. La reina se sentía desdichada y asqueada consigo misma. Hacía un rápido recuento de todos los daños materiales y humanos que había causado a su pueblo, aquella misma tierra que un día juró proteger. Pensó en su madre y su padre, pensó en su adorado tío Omalie, recordó la maravillosa sonrisa de Brandon, y como si su cabeza le estuviese jugando una mala pasada, pensó en Hidran. Pensó en todas las cosas tan horribles que le hubiese hecho de no haberse marchado, pero así mismo recordó un rostro feliz que le sonreía, unos dedos gruesos que le tocaban la nariz y la hacían reír a carcajadas mientras formaban círculos frente a sus ojos de recién nacida. Los juguetes, los cuentos y esos cálidos brazos que en algún momento la llegaron a cargar mientras paseaba por los pasillos del castillo.

¿Qué había pasado con él? Con lo que había sido él.

Sentía rabia, impotencia y miedo. Sobre todo miedo. Su cabeza se había vuelto una montaña rusa de subida y bajada que no la dejaba tranquila. Lelé se sentía mal, luchaba por arrepentirse, por soltar la espada y pedir perdón a todos aquellos a los que les hizo daño. Pero cuando intentaba aferrarse a su decisión, una espeluznante voz se incrustaba en sus oídos y tiraba de ella de nuevo hacia la oscuridad.

Su cabello brillaba como la más hermosa cándida, sus ojos como la más hermosa esmeralda verde, y sus manos, aquellos dedos hermosos que un día fueron lizos y suaves, ahora se estaban arrugando como si su cuerpo hubiese pasado mucho tiempo sumergido en el agua.

—¡No, no, no! —se decía la reina mientras se arañaba la cara y se jalaba el cabello.

—¿Majestad? —Oratzyo se acercó a ella.

«¡Ayúdame, Oratzyo, ayúdame!».

Lelé se limpió discretamente sus lágrimas, se puso de pie y miró fijamente al Conde. Ahí estaba de nuevo esa prepotencia, esa frialdad de una asesina.

—A Priry le apareció una extraña figura en el brazo y no ha dejado de brillarle.

—Iré en seguida.

—¿Te sientes bien… Ileana?

La reina lo miró con un odio insondable.

—Si me vuelves a preguntar algo como eso, jura por Ghirán que te cortaré la lengua y haré que te la tragues.

El Conde bajó la cabeza.

—Disculpe, majestad —el labio le tembló—, no volveré a preguntarle nada.

***

Los ojos de Caleb y de los seis soldados no podían creer lo que estaban viendo. El joven Caballero aferró sus dedos temblorosos al mango de su ballesta y apuntó. El sudor le escurría sobre los ojos.

—Le dispararé primero a la bruja.

¡Estaba confundiendo a Surcea con una bruja!

—Básidan, ¿qué significa que esté brillando así? —la Corniz estaba preocupada y maravillada. No sabía si gritar o admirar el hermoso destello dorado que abrazaba su brazo y le calentaba la piel.

—No lo sé, pero sea lo que sea, seguramente Ileana lo está provocando. La magia y la marca provienen de ella.

—¿Crees que podríamos...? —un desgarrador grito brotó de los labios de la mujer. Una flecha se hallaba alojada en su pecho y le había atravesado el grueso abrigo de piel.

Los gritos estallaron, de la nada las flechas comenzaron a impactarse contra los árboles y el suelo. Frey se lanzó hacia Básidan, lo cubrió con su cuerpo y se obligó a ponerse de pie y correr. Es verdad que Surcea estaba herida, en los ojos de Idvo se veía el letal miedo que crecía en él, pero cuando la Corniz se tocó el pecho, justo por encima del desgarre, se dio cuenta de que su carne comenzaba a cerrarse y la sangre mermaba. Se estaba curando.

—¡Corran, tenemos que salir de aquí!

El bosque estaba oscuro, los árboles no permitían que los rayos de la luna penetrasen e iluminaran el camino, por lo que Básidan y compañía se las tuvieron que arreglar para correr y evitar tropezarse con las ramas y rocas del suelo. Frey se mordía el labio hasta que este le sangró. Los dolores de su cuerpo eran insoportables, y ya lo amenazaban con derribarlo. Pero cuando el joven vio el brillante horizonte del acantilado, un cansado suspiro de alivio se agolpó en su pecho.

—¡Muévanse, disparen y no los dejen escapar! —Caleb corría detrás de ellos, sucio con la cara cubierta de barro y hojas secas. Su mirada se había vuelto felina, y ahora era un espantoso presagio de que, en aquel joven temeroso y cauto, ya no quedaba nada de sentimientos.

Un fuerte aleteo movió las copas de los robles y arrancó algunas raíces del suelo. El viento despejó el campo y, mezclado con la blanca luz de la luna, Soren emergió de las sombras, rugiendo y haciendo que los soldados enemigos retrocedieran.

—¡¿Qué es eso?!

—¡Vamos, corran y trepen a su lomo, todavía podemos lograrlo! —Básidan tenía una esperanza, y por supuesto que el dragón lo ayudaría a conseguirla.




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