La Reina de Hordaz

40. Asesino de seres (parte 1)

Hidran no era estúpido, intuyó que un alma verde se había apagado, un alma de brujo.

—¿Estás preocupado? —Olgha lo abrazó por la espalda.

—Tengo razón de estarlo, un maldito Caballero Blanco está en mi casa y posiblemente se está comiendo mis galletas de mantequilla.

Olgha comenzó a reírse.

—Podemos comprar más galletas cuando regresemos.

—¿Aun piensas que volveremos?

—Lo puedo asegurar. Somos brujos, y por lo tanto somos invencibles.

—Lo mismo dicen de los santos, y en el Foso de David aprendí que tampoco son inmunes.

—Hidran —el brujo se dio vuelta y la acunó entre sus brazos—. Hace un momento el general blanco nos llamó “esposos”.

—Lo escuché, querida.

—Pero no lo somos.

—Olgha —Hidran le agarró ambas mejillas—, nosotros somos más que esposos. Me sería una tremenda hipocresía jurarnos amor eternos frente algún santo.

—Hipócrita también seré por tener una capilla religiosa en una tierra habitada por docenas de brujos.

Hidran le sonrió.

—¿De verdad quieres casarte?

—No quiero que se vea como una obligación.

—No lo sería. Haría lo que me pidieses, incluso irme al fin de la tierra o encerrarme en un cuarto de Caballeros Blancos solo por verte feliz.

—Entonces casémonos en este preciso instante.

—¿En dónde?

—Aquí mismo.

—¿Aquí, en la habitación?

La bruja tomó las manos de él entre las suyas y le colocó el brazalete de Daghmar.

—Hidran Harolan, yo te acepto como mi esposo para cuidarte, quererte y honrarte hasta que la verdadera muerte nos separe. Así mismo, acepto cuidarme, honrarme y respetarme para que podamos estar bien, en las buenas y en las malas.

Los ojos de la Culebra aumentaron su poder. Brillaban de un verde hermosamente maravilloso, y es que los sentimientos de Hidran se transmitían en su mirada.

—Olgha Rehjel, yo… ah, te amo.

La bruja soltó una estridente carcajada que se oyó, incluso en los abrevaderos.

—Me conformo con eso —y al besarse, las escamas del brazalete brillaron. Afuera, el dragón hizo temblar el cielo con un potente rugido.

***

Cuando Idvo bajó las escaleras, no pudo evitar encontrarse con el general.

—Espero que nadie se moleste, me comí las galletas de mantequilla que había en un bote de aluminio. Aquí entre nos, estaban rancias.

Básidan le sonrió. Por desgracia esa misma sonrisa se marchitó cuando Surcea, ataviada con un hermoso vestido de tela ligera, bajó las escaleras y les mostró el arco y las flechas que los brujos le habían regalado.

—Por primera vez en mi vida, puedo decir que estoy lista sin morirme de miedo.

—¿Lista para qué? —el amargo tono de Básidan enfrascó todo.

—¿Cómo que para qué? Para ir a Hordáz y destruir esa maldita espada que tiene hechizada a mi amiga.

—De ninguna manera —cortó el general—. No voy a arriesgarte para que te suceda algo de muerte. Si tú te mueres, nadie podría ocupar el trono de Hordáz.

—Lamento decepcionarle, estimado general blanco, pero ya he tomado una decisión.

—Me niego a que suceda. Te quedas aquí y punto.

—¿Cómo vez a tu amigo, Idvo? Piensa que tiene alguna autoridad sobre mí y mi libre albedrío.

Idvo se puso colorado.

—Eh, Lady Surcea, yo creo que Básidan tiene razón... No es una buena idea que se enfrente a la batalla, si es que la hay, poniendo en riesgo su nombramiento.

—Me vale un cuerno el nombramiento. En vida, Omalie Barklay nos enseñó, a Ileana y a mí, que la familia que uno ama está ante todo, y para mí, Ileana es lo primordial. Además, no es a la única persona que me gustaría abandonar sin haber peleado antes.

Una vez más, Idvo se puso como tomate.

—Yo no necesito tu protección, Surcea.

—No me estaba refiriendo a ti, Básidan.

El general suspiró. En sus años pasados había sido testigo de que, cuando una mujer se enamoraba, o al menos creía estar enamorada, llegaba a desconocer cualquier límite del peligro o la moral. Detener a la Corniz para que abandonara a Ileana y a Idvo sería una tarea que ni en un millón de años podría lograr.

—Iremos a... —el rugido de Daghmar interrumpió su reprimenda.

El sonido fue tan espeluznante, que incluso a Básidan se le erizó el vello de sus brazos. Al salir, notaron con airado asombro cómo las escamas del dragón resplandecían en tonalidades verdes y negras inmaculadas.

—¿Qué le está pasando? —el brillo se reflejó en los ojos de la mujer.

—No lo sé.




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