La Reina de Hordaz

41. Promesa cumplida (parte 1)

Caleb y su grupo habían cometido la más grande estupidez de sus vidas, y aunque ahora desearan arrepentirse de lo hecho, ya no había forma de regresar al pasado. Después de asesinar a Frey, y a sabiendas de que Básidan había escapado en un membranoso dragón blanco, los hombres del joven tuvieron sentimientos encontrados, pero en todos ellos abundó el miedo. ¿Cómo conseguirían asesinar al general si ni siquiera la Greda había conseguido atraparlo? ¿Acaso serían devorados por la bestia cuando intentasen acercarse al hombre? Esas eran preguntas que ninguno de ellos estaba interesado en responder.

La mayoría se negó a seguir, y los que aceptaron, señalaron que no mantendrían una distancia que pusiera en riesgos sus vidas. Por supuesto Caleb puso el grito en el cielo. El chico estaba que rabiaba, pero en el fondo sabía que también le daría miedo enfrentar a Básidan solo. Así que, sin tener otra idea —una idea bastante estúpida—, descuartizó el cuerpo de quien alguna vez fue su amigo y compañero y destrozó sus facciones con la punta de su espada. Metió la cabeza de Frey en una bolsa de manta y envió a uno de sus soldados de regreso a Kair Rumass.

Pensaba engañar al emperador diciéndole que aquella era la cabeza de Básidan, y como si fuese poco, Caleb cortó el blasón de los Caballeros Blancos del uniforme de Frey y lo echó dentro de la bolsa. No habría duda de que aquella cabeza provenía del general Kendrich.

Por desgracia —desgracia para Caleb— el emperador se lo creyó todo. Le puso muy feliz saber que su mayor amenaza estaba muerta, y fue solo entonces que decidió emprender la invasión hacia Hordáz.

Caleb comenzó a temblar cuando vio a los barcos de la primera tierra arribando a las costas de Hordáz. Entendió que estaba metido en un grueso lío, pues en cualquier momento Básidan regresaría a combatir. Pero por supuesto, el joven no estaba dispuesto a ser encarcelado o ejecutado. No. Por el contrario, cuando Básidan llegara, él conseguiría atraerlo hacia sí y entonces lo mataría.

—Tengo un plan —se dijo, cuando la imagen de Ileana Barklay afloró en su pensamiento.

***

En los ojos de Lelé ya no había pupila, solo un verde luminiscente que la hacía parecer un ser de otro mundo. La mujer era un caudal de furia incontenible, y de un momento a otro, no le importó nada, ni siquiera los soldados que le habían jurado lealtad en todo momento. Arremetió parejo; blandía su imponente espada cortando gargantas y apuñalando corazones. Emeric vio morir a sus propios compañeros en las manos de su reina.

Los hombres de Augusto se lanzaron contra ella, pues si nos remontamos al pasado, veríamos la retahíla de armamento que los Rumass fueron creando con el paso de los años. No es un secreto para nadie que Kair Rumass se dedicara a matar seres con magia y erradicar la brujería, por lo que, en todos esos años de cacería sanguinaria, se habían encargado de crear diferentes manuales en los que describían a la perfección cómo matar a un ser portador de magia. Pero ojo, que los brujos y brujas tenían libros aparte, sobre todo las mujeres, pues entre hombres y mujeres, se decía que las brujas eran mucho más peligrosas que un brujo.

Ahora bien, si anudamos el hecho de que Ileana era una guerrera por naturaleza, una reina, una mujer y una bruja, al hecho de que era una Bruja Arcana, el linaje más poderoso de la historia, diríamos que los Rumass estaban dispuestos a matarla con una increíble cantidad de armas que ni siquiera la mayoría de ellos conocía.

Lelé blandió la espada, la cual arrojó su poder en forma de guadaña que a más de uno cortó a la mitad. Sin embargo, los soldados de las Rumass siguieron llegando, arrojando las Gredas y arpones contra la reina.

Nadie de sus mercenarios intentó defenderla, pues estaban demasiado ocupados tratando de huir de ella misma, que poco les importó que la vida de su soberana estuviese en peligro.

Al otro lado de las montañas, los dos dragones abrían las nubes con sus enormes alas llenas de escamas y cuernos. Erróneamente se dirigían al castillo, pensando que sería el único lugar en el que podrían plantarle frente a la reina de Hordáz. Sin embargo, Hidran lo pudo percibir justo antes de aterrizar.

En el suelo, los pocos guardias que defendían la fortaleza, comenzaron a movilizarse, a gritar y apuntar sus armamentos hacia el cielo. Al principio creyeron que se trataban de enormes planeadores que pensaban atacarlos, pero cuando alguien capturó la reptiliana apariencia de Soren serpenteando entre las nubes grises, no dudó en gritar y abandonar su puesto de centinela. Muchos de sus compañeros hicieron lo mismo, y los que no, siguieron disparando balistas, jabalinas y flechas contra los invasores.

—¿Hidran? ¿Te pasa algo? —Olgha escuchó el latir de su corazón, y aunque se negara a creerlo, en el fondo sabía que también estaba escuchando al dragón.

¿Qué ser tan poderoso había sido Daghmar en su forma humana?

—Rumass.

—¿Qué has dicho? —pero Olgha tuvo que guardar silencio cuando el dragón se puso en movimiento, rugió y se dirigió a la costa.

Al otro lado del viento, Básidan lo comprendió todo.

—El emperador… Ya ha llegado.

El ejército real abrió las compuertas de sus barcos, dejando salir en batalla a todos los caballos que habían podido cargar. Los soldados los montaban, cada uno protegido con una gruesa armadura de acero, espadas, cuchillas y lanzas para destripar a cuanto guardia enemigo se pusiera en su camino.




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