El dragón obedeció la orden, las ráfagas de viento golpearon el cuerpo de Idvo, pero al menos la bestia ya no pensaba destrozarlos.
Surcea acarició el anillo de su dedo, triste y desilusionada de que la espada Carver tuviera más fuerza que el propio amuleto.
—¿Qué vamos a hacer? El anillo no funcionó y no creo que Hidran pueda seguir controlando a Ileana por mucho tiempo —era desalentador ver cómo la resignación opacaba los ojos de Olgha.
—La moneda, hay que quitarle la moneda —la mirada de Básidan regresó al emperador.
—No hay forma —las lágrimas de Caleb mojaban sus mejillas rojas. Tenía la mitad del rostro hinchado y morado por el golpe—. Nadie se ha podido acercar a él, nos matará en cuanto lo intentemos.
—¡No me importa! —rugió el general— Está torturando a Krettho solo para poder controlarlo. No voy a permitir que mate a Soren o a los demás.
El descuido de Lelé le pasó una cara factura. Fueron segundos los que la reina tardó para llamar a su dragón y evitar que devorara a la Corniz, pero en ese insignificante tiempo, Hidran consiguió burlar sus defensas y arremeter con un golpe descomunal que arrojó a Lelé al suelo.
La mujer rodó, su armadura se revolcó en el suelo, y al chocar con un par de rocas, la espada Carver salió volando de sus manos.
Todo lo demás desapareció en los ojos de la Culebra. Hidran corrió, sorteó los cadáveres del suelo y se arrojó hacia la espada. Si tan solo conseguía tocarla, el vínculo con Ileana se rompería y él tomaría su poder. Pero por supuesto que Ileana no lo permitiría.
La bruja levantó sus manos y un tornado de fuego envolvió a la espada y la alejó del brujo. Nadie más que los dragones —el cinturón de Zervogha— podría destruirla, ni siquiera el fuego de una Bruja Arcana.
—¡Maldita sea! ¡Ileana, dame esa maldita espada!
Lelé luchó para atraer el remolino hacia ella, sin embargo, aquello solo desataría la furia maniática —hasta ahora contenida— de su tío. Hidran golpeó el remolino con ráfagas de viento y fuego verde de su poder, pero no pudo destrozarlo.
De la nada, Hidran vio una sombra oscura abalanzarse sobre él, segundos después soltó un alarido de dolor cuando la punta de una cuchilla se clavó en su hombro derecho. Ileana lo sujetó con fuerza, arrancó su daga de su piel y lo arrojó contra un montón de rocas que cayeron sobre él para correr hacia la espada y tomarla.
El brujo se cubrió del derrumbe, y al quedar sepultado con muy poca movilidad, se tocó la herida. La mano le quedó cubierta de sangre, pero ahora veía las cosas más claras; un solo roce, una sola caricia hacia la cuchilla de la espada lo uniría a ella.
Los ojos de la reina brillaron, se detuvo y esperó a que los círculos infernales del remolino dejasen de rotar y así tomar de nuevo la fuente de su poder. Pero entonces sucedió, un par de manos se le adelantaron, sujetaron con fuerza la espada y después echó a correr.
—¡Surcea! —rugió la reina de Hordáz.
—¡Corre, corre! —Idvo iba detrás de ella, ahora cargaba su espada y un pesadísimo escudo que le había robado a un cadáver de los Rumass.
—¡¿Hacia dónde?!
—¡No lo sé, tú solo corre! ¡Demonios, Surcea, nos va a matar!
—¡Aaaaaaaaaaah! —pero al voltear, la Corniz vio con desesperado horror cómo el reptil alado volaba sobre Ileana y se abalanzaba hacia ellos—. ¡Idvo, ahí viene Kinabraska!
El hombre se dio la vuelta, le mostró sus dientes y levantó su espada.
—¡Vete, yo lo detendré!
Kinabraska abrió sus fauces y una tromba de fuego salió disparada hacia él, pero por fortuna el hombre todavía tenía el escudo de acero y pudo cubrirse, quedando solamente con las puntas de su cabello chamuscadas.
***
Los ojos negros de Olgha brillaron cuando el largo camino de fuego se partió a la mitad, quemando a todos los hombres que se interponían en su camino para llegar al emperador. Básidan tomó la delantera y cruzó por el centro del camino donde no había fuego.
Tumba naciente del gélido cristal, hombre sin escrúpulos, villano natural. Tiembla en el eco la guerra, de su espada y su frío mirar. General Blanco, el colmillo de Hordáz.
El emperador sintió un bestial escalofrío cuando vio a Básidan Kendrich correr hacia él. Maldijo entre dientes, miró al cielo y gritó mientras se apretaba con rabia excesiva la moneda de su pecho.
—¡Deja de jugar y mátalos de una vez!
Los ojos de Krettho se abrieron de dolor cuando los picos de metal volvieron a clavarse en su piel. El animal rugió y esta vez, con una sola embestida, cayó sobre Daghmar. El dragón de la brujería se retorció debajo de sus garras, lanzó mordiscos y lo golpeó con su larga cola. Desde el cielo, Soren lanzó un gruñido lastimero de miedo y frustración. Vería morir a su compañero, siendo devorado por el Alfa de su misma especie.
Una explosión arrojó las piedras que mantenían sepultado a Hidran. En el firmamento su estrella prendía y se apagaba. El brujo estaba cansado, herido y cualquier otro ataque pondría fin a su vida.
Básidan pasó en medio de la barda de fuego que lo separaba de los hombres que intentaban matarlo. El calor de las brasas brilló en su armadura y la convirtió en un encierro de infierno; su espada se dobló, su piel se quemó, pero cuando el hombre salió rodando al otro lado, estaba claro el pánico en los ojos del emperador.