La Reina de Hordaz

42. Corazón guerrero; el colmillo de Hordáz (parte 2)

Básidan aprovechó la oportunidad. Corrió sobre la tierra y sobre algunos cadáveres y trepó ágilmente sobre la espalda escamada y ensangrentada de Krettho. El dragón intentó quitárselo de encima, el propio Augusto intentó arrojarse de la bestia, pero el general les ganaba en destreza y fuerza. Parecía como si clavase sus propios pies en las escamas del dragón.

Básidan Kendrich, un genio por naturaleza, un hombre que forjó la calle y la necesidad de supervivencia. Antes de abandonar la isla de Olgha, le había pedido a Furkán varios clavos para colocárselos a la suela de sus botas. Desde niño aprendió que el hielo era una trampa peligrosa, y que un simple resbalón podría conducirle a la muerte.

Lo que sí nunca imaginó es que no escalaría el hielo, sino a un resbaloso dragón que tenía todas las posibilidades de matarlo.

Básidan levantó su espada, brincó el metro y medio que le quedaba para llegar, y de un solo tajo le cortó la cabeza al emperador.

Por sus compañeros, por todos esos seres que hasta la fecha había matado, por la libertad, por los dragones y por Krettho.

La cabeza del monarca se desprendió de su cuerpo, cayó y rodó hasta detenerse en los pies de Caleb.

Básidan arrancó la moneda del arnés, y aunque le hubiese gustado tomar el poder de Krettho, no podía hacerlo porque él ya tenía a Soren.

—¡Caleb! —el joven apartó su mirada de la cabeza cercenada y miró a su general—. Es tu turno, y esta vez no me falles.

El general Kendrich le arrojó la moneda y el joven la tomó.

El vínculo de Krettho con el emperador se había roto debido a la muerte del hombre, por lo que Caleb pudo adueñarse de ella sin problema alguno.

—¡Detente, ellos son tus compañeros! —su grito atravesó la ceniza del viento.

Krettho se quedó quieto, su pupila redujo su tamaño y permitió que Básidan le arrancara los picos que le perforaban la piel.

El Alfa era libre.

***

Surcea se vio obligada a retirar la espada de Kinabraska cuando los ojos demenciales de Lelé se pintaron en el horizonte. La bruja estaba furiosa, y su sangre guerrera preparada para pelear.

—Tienes dos opciones: te mato yo, o te mata el dragón —Surcea tembló cuando Ileana le habló—. No eres una Bruja Arcana, por lo que tu sangre no podrá abrir el poder Carver. Si sabes lo que te conviene, me regresarás el arma.

—¿Lo que me conviene? Sé qué es lo que quiero, y quiero a mi mejor amiga de regreso. Sé que te duele, sé que has pasado por mucho; la traición del brujo, la muerte de Omalie y el rechazo de tu pueblo. ¡Pero yo te quiero, Ileana! Te quiero con mi vida entera y siempre será así.

Detrás de ellas, un guardia perfectamente conocido, había levantado una lanza del suelo y se acercaba sigilosamente a la conversación de la reina y la Corniz.

Emeric ya había presenciado suficiente daño, suficiente poder demoniaco, había tenido pérdidas en sus soldados y la mitad de su rostro estaba calcinado por las llamas. Ante sus ojos, la mujer que una vez juró proteger, se había convertido en un problema, y él ayudaría a erradicarlo.

—Lelé —los ojos de Surcea se llenaron de lágrimas. Ajena a lo que estaba a punto de pasar, la Corniz se moría de miedo al saber que podría morir si tocaba un hilo sensible de su mejor amiga—. Déjalo ir, Lelé, Omalie ya no está. Ya no va a regresar. Él te adoraba como cualquier padre bueno. Fuiste su hija, su sobrina, su reina. Deja que se vaya.

Entonces, el soldado emergió de la sombras, sabía que aquel movimiento podría costarle la vida, y aun así se atrevió a ejecutar su hazaña.

—¡Ileana! —Surcea gritó y soltó la espada cuando Emeric se abalanzó, desde atrás, sobre la reina y le atravesó el cuerpo con su lanza.

Lelé escupió sangre, sus ojos se llenaron de lágrimas y un fuego negro le envolvió el cabello.

Hidran aventó a Surcea para que se hiciera a un lado, cogió la Espada Carver del suelo con su mano ensangrentada y le atravesó el estómago a su sobrina.

El poder Carver había sido nuevamente tomado, pero esta vez por un brujo que realmente deseaba la paz. Por un brujo que no tenía intenciones vengativas ni odio en su corazón.

Lelé volvió a respirar en el hombro de Hidran, viendo cómo Emeric caía abatido cuando Idvo le rebanó la cabeza con su cuchilla.

Kinabraska rugió y emprendió su vuelo. Ahora era el anillo el objeto que la dominaba, y Surcea, poseedora de la sortija.

Hidran le pasó la mano sobre su cabello, su última caricia, un recuerdo de infancia. Un acto para pedirle perdón.

—Tranquila, ya todo pasó. ¡Traigan a los dragones!

Era el momento de actuar o perderían la oportunidad. Surcea ajustó la sortija en su dedo, levantó sus manos y un brillo particularmente hermoso y rojo, flotó como neblina a su alrededor. Hordáz retumbaba el suelo con su presencia.

En el cuello de Básidan, su collar formó círculos de luz que emanaban del hombre como serpientes blancas. Devol hacía latir su corazón de hielo inquebrantable.

La magia se agolpó en él y las tormentas hicieron eco de su fuerza. Después de entregarle el cuerpo agotado de Lelé a Idvo, Hidran tomó su lugar entre el círculo de poderes. Su brazalete brillaba de color verde con reciedumbre, imponente, guerrero.




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