La Reina de Hordaz

Capítulo extra: La boda de Surcea

Cuando las puertas del armario se cerraron, los vidrios, pinturas y algunos floreros se sacudieron.

—¿Te importaría ayudarme? Falta una hora y aun no me he puesto el vestido.

El Conde Oratzyo Houlder enarcó una ceja.

—¿Me piensas culpar por eso? No has dejado de caminar de un lado a otro, y yo comienzo a irritarme.

—¡Oratzyo!

—Ya voy, ya voy. Por Ghirán, que mujer tan…

—Si te atreves a decirlo, pediré que te echen a los calabozos. Mi boda con Idvo es en una hora y yo estoy entrando en pánico.

De pronto, una mucama llamó a la puerta, y tras hacer una reverencia hacia su reina, le entregó una carta.

—¿Qué dice? —Oratzyo trató de asomarse, pero las manos de Surcea estaban tan temblorosas que no pudo leer el remitente.

—¿Qué tal si es una carta de Idvo? Oratzyo, qué tal si ha huido y dejó esto como disculpa para no casarse conmigo.

El Conde puso los ojos en blanco.

—No sabrás qué dice si no la lees.

La reina comenzó a romper el papel, y entonces un hermoso paisaje lirico de buenos deseos y disculpas apareció ante ella. Surcea la leyó a toda velocidad. Conocía la letra.

—¡Es de Ileana!

—¿De verdad? —Oratzyo cargó entre sus brazos a Candela—. ¿Qué dice?

—Que no podrá venir porque ella y Básidan se encuentran en El Archipiélago de Zahan.

La isla de brujos que Olgha había formado y que ahora le pertenecía a Furkán.

—Me pregunto que estarán haciendo ahí —Oratzyo acarició el lomo emplumado de Candela cuando esta cloqueó.

—Bueno, sea lo que sea, debe ser importante para acaparar la atención de ellos dos.

Una vez más, alguien llamó a la puerta y una segunda mucama se asomó.

—¿Alteza? Nuestro futuro rey le informa que la espera en el atrio del castillo.

A Surcea se le fueron los colores del rostro.

—¡¡¡Oratzyo, ni siquiera estoy lista!!!

—El que te espere ya es bueno, pues indica que sí quiere casarse contigo.

Y después de casi una hora entera, las damas consiguieron cargar la enorme cola blanca del vestido. Surcea temblaba, pero cuando vio a Idvo, parado frente al altar con su apuesta armadura de acero, el miedo la dejó tranquila.

El hombre la recibió, y ni siquiera esperó a dar los votos cuando ya la estaba besando.

—¡Por nuestra reina y nuestro rey! —corearon los presentes.

 




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