La Reina de las Máscaras

El Vestido Rojo

Narrador

—No me digas que vas a escoger otro disfraz negro, Aitana. —Celeste Duarte rodó los ojos mientras se probaba un sombrero de ala ancha frente al espejo de la tienda—. Siempre terminas pareciendo la villana elegante de la película.

—La villana elegante tiene estilo —replicó Aitana Montiel con una sonrisa pícara, recorriendo los pasillos de disfraces como quien busca un tesoro oculto—. Además, todavía no he encontrado algo que me haga sentir… distinta.

—Distinta ya eres, créeme —rió Celeste, sacudiendo la cabeza—. Yo solo quiero un disfraz que me deje bailar tranquila y no morir de calor.

Ambas avanzaban entre estantes abarrotados de máscaras, coronas de plástico y telas brillantes. El ambiente olía a nuevo y a polvo a la vez, como si cada disfraz hubiera esperado años a ser elegido.

Aitana, sin embargo, se detuvo de golpe.

En un rincón mal iluminado, colgado de un perchero olvidado, estaba el vestido.
Rojo intenso, con detalles bordados en dorado, como si hubiese pertenecido a una reina. A su lado, una máscara finamente trabajada parecía observarla, esperando que la tomara entre sus manos.

—Ese… —murmuró sin poder apartar la vista.

Celeste arqueó una ceja. —¿Ese? ¿En serio? Si parece salido de un museo.

—Por eso mismo. —Aitana lo acarició con la punta de los dedos, sintiendo un escalofrío recorrerle la piel—. Es perfecto.

Al levantarlo, notó que en lugar de una etiqueta común con precio, había un pequeño pedazo de tela cosido en el interior, con letras bordadas en hilo plateado. Leyó en voz baja:

"Cuando la corona se pierda en sombras,
y la princesa desaparezca,
los ojos azules guiarán el camino en el baile de máscaras.
Allí, donde el amor halle su reflejo,
la verdad será revelada
y la luz volverá al reino."

—Vaya cursilería —rió Celeste—. Seguro lo pusieron para que pagues más por él.

Pero Aitana no respondió. Aquellas palabras le habían dejado una sensación extraña, como si hubieran estado esperándola.

—Voy a probármelo.

—¿Ahora? —Celeste suspiró, resignada—. Bien, ve. Pero no tardes, que la fiesta no se espera sola.

Aitana entró al probador con el conjunto en brazos. El espejo del cubículo reflejó la transformación: la tela cayendo como un río de fuego sobre su cuerpo, la máscara ajustándose con una delicadeza inquietante. Por un instante, no se reconoció. Era ella, sí… pero también alguien más.

Sonrió, nerviosa, y corrió la cortina para mostrárselo a Celeste.

Solo que Celeste ya no estaba allí. Ni la tienda.
Ni las luces.
Ni las risas de fondo.

El probador se abría ahora a una habitación de madera, iluminada por la luz plateada de la luna que entraba por un ventanal. Afuera, se escuchaba el crujido de hojas y el eco lejano de un bosque.

Aitana se quedó inmóvil, con el vestido aún puesto, el corazón golpeando en su pecho.

Y entonces, incluso la voz que narra esta historia vaciló. Porque, seamos sinceros…
esto no era lo que debía pasar.
Algo, o alguien, había cambiado el guion.




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