La Reina de las Máscaras

Ecos en la penumbra

Narrador

El primer pensamiento de Aitana Montiel fue que estaba soñando.
No había otra explicación lógica. Había entrado en un probador, con Celeste esperando al otro lado de la cortina, y ahora estaba… allí.

La habitación no tenía paredes lisas ni espejos iluminados con luces blancas, sino tablas de madera oscura unidas a la fuerza, con rendijas por donde se filtraba la claridad de la luna. El aire olía a humedad, resina y polvo, como si la cabaña llevara años olvidada en medio de la nada.

El vestido rojo caía sobre su cuerpo como un río encendido. Su falda barría el suelo irregular, y la máscara cubría aún su rostro, fuera de lugar entre tantas grietas y telarañas, como si perteneciera a otro mundo. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Celeste? —llamó en voz baja.

Nadie respondió.

Se acercó al ventanal y lo abrió. Afuera, la noche era profunda. Un bosque inmenso se extendía hasta perderse en la penumbra, árboles tan altos que parecían columnas sosteniendo un techo de estrellas. El viento trajo consigo un murmullo extraño: hojas, grillos, un lobo a lo lejos.

Aitana se abrazó a sí misma. Si era un sueño, era demasiado real. Y si no lo era… entonces estaba perdida.

Respiró hondo y salió de la cabaña.

El vestido dificultaba cada paso, se enredaba en ramas bajas y atrapaba la humedad del suelo. Avanzaba despacio, con la sensación de que alguien la observaba desde la oscuridad. Cada crujido de madera bajo sus pies parecía un aviso, cada silbido del viento un susurro que no comprendía.

El sendero apareció como una herida entre los árboles. No sabía adónde conducía, pero tampoco tenía otra opción. Se obligó a caminar.

—Tranquila, Aitana… solo es un mal sueño. —Su voz tembló, como si quisiera convencerse a sí misma.

Se giró hacia la cabaña que había dejado atrás. Una parte de ella quería regresar, cerrar la puerta y esperar hasta que amaneciera. Quizás con la luz del día todo tendría más sentido, o alguien pasaría a socorrerla. Pero otra parte, más fuerte, sabía que quedarse allí era casi tan aterrador como salir. ¿Y si el lugar no era seguro? ¿Y si aquello no era realmente un sueño?

Se abrazó a sí misma, caminó unos pasos hacia la entrada y se detuvo en seco. El viento arrastró el sonido de un golpe dentro de la cabaña, como si una silla se hubiera movido sola o algo hubiera caído del techo.

El corazón le dio un vuelco.
No pensó dos veces.

Prefirió enfrentarse a lo desconocido del bosque que a la sospecha de no estar sola entre esas cuatro paredes.

Apretó el vestido con las manos, levantó un poco la falda para no tropezar, y volvió al sendero. El aire nocturno era frío, pero al menos estaba libre.

Caminó durante lo que pareció una eternidad. A veces se detenía, segura de haber escuchado pasos detrás de ella, pero al girarse solo encontraba ramas agitadas por el viento.

Finalmente, vio movimiento entre los árboles: dos figuras cargaban haces de leña sobre sus espaldas. Eran campesinos, hombres sencillos, con ropas ásperas y manos curtidas. Se quedaron inmóviles al verla, como si se hubieran topado con un fantasma.

—No es de por aquí… —dijo uno, en voz baja, con los ojos abiertos como platos.

—Mírala… parece salida de un cuento —respondió el otro, sin apartar la vista del vestido rojo que brillaba débilmente a la luz de la luna.

Aitana tragó saliva, nerviosa.

—Perdón… estoy un poco perdida. ¿Podrían decirme dónde…?

El campesino de rostro más joven dio un paso hacia adelante, como queriendo responder. Abrió la boca, inseguro, y su mirada incluso se suavizó al ver los ojos azules de ella.

Pero el otro lo detuvo de inmediato, agarrándole del brazo con fuerza.

—¡No! —le susurró entre dientes—. ¿No recuerdas lo que dijeron? No debemos hablar con desconocidos, y menos con… con alguien que parece llevar puesto lo que no le pertenece.

El más joven frunció el ceño, indeciso, mirando a Aitana como si quisiera disculparse.

—Pero… tal vez necesita ayuda.

—¿Ayuda? —el mayor escupió a un lado, como si quisiera alejar la mala suerte—. ¿Quieres que nos acusen de traición? Basta con que alguien nos vea con ella y estaremos perdidos.

El silencio se volvió pesado. El campesino más joven bajó la mirada, tragándose las palabras que quería decir. El mayor lo empujó para que siguieran caminando, pero antes de dar el primer paso, murmuró con un tono áspero, casi como un lamento:

—La princesa… aún desaparecida.

Las palabras le helaron la sangre a Aitana.

Quiso preguntar qué significaban, pero el mayor tiró del brazo de su compañero, y ambos se dieron la vuelta con prisa, cargando los haces de leña como si fueran escudos contra el mal. El joven, por un instante, miró hacia atrás, con duda en sus ojos, pero enseguida agachó la cabeza y aceleró el paso.

Aitana se quedó sola en medio del sendero, con un puñado de preguntas ardiendo en la garganta y el corazón desbocado. El eco de aquellas palabras —la princesa desaparecida— retumbaba en su mente. ¿Qué significaban? ¿Por qué habían reaccionado como si verla fuera un mal presagio? Y, lo más inquietante de todo… ¿por qué el más joven había querido ayudarla, pero no se atrevió?

Sacudió la cabeza, tratando de recuperar el control.
No tenía sentido. Era Aitana Montiel: estudiante, hija única que todavía discutía con su madre por dejar la ropa tirada en la silla, amante de las fiestas de disfraces, de los sábados en cafeterías con Celeste, de las películas románticas que siempre la hacían llorar aunque conociera el final.

Recordó los mensajes sin leer en su celular, la carpeta de exámenes que debía repasar la próxima semana, la voz de Celeste riéndose a carcajadas cuando se probaban disfraces ridículos. Todo eso estaba a un mundo de distancia, pero pensarlo le dio la ilusión de que podía volver en cualquier momento, como si todo esto fuera una pesadilla que terminaría al despertar en su cama.




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