Narrado por Aitana
Oír mi nombre entre los árboles me despertó con la sensación de que el bosque me había mirado dormir. No sé cómo explicarlo: había una calma rara, como si los árboles hubieran estado cuchicheando a mi alrededor y, al abrir los ojos, fingieran inocencia. Mi madre solía hablar del bosque como si tuviera voz propia. Contaba historias de lugares que no aparecían en ningún mapa, de reinos más allá del sueño. Decía que si uno lo escuchaba lo suficiente, podía contar su historia.
Me había quedado dormida acurrucada contra la raíz ancha de un roble, con la capa improvisada de mi propio vestido como manta y la máscara aún cubría mi rostro, pesada, como si se hubiera negado a abandonarme incluso mientras dormía. Me incorporé con la falda enredada en los tobillos y un mechón de pelo pegado a la frente por el rocío. El vestido rojo seguía siendo un error brillante en medio de tanta madera, barro y frío.
“Plan”, me dije, aunque en realidad quería decir “pánico controlado”. Si iba a sobrevivir un día más, tenía que dejar de parecer un cartel luminoso. Ajusté el corpiño lo justo para poder respirar y recogí la falda con un nudo lateral. Resultado: seguía pareciendo una invitada perdida de un baile… pero una invitada que al menos sabe correr.
Encontré un camino de tierra más marcado que el de anoche. Desde algún lugar llegaban golpes metálicos, voces, olor a pan. Pueblo. Bien. Gente. Mal. No, bien. O… veremos. Caminé con la cabeza baja, como si fuera normal que una chica se presentara al amanecer con brillo en las pestañas y barro en el dobladillo. Y con una máscara todavía a medio cubrir el rostro, porque aunque la había aflojado, no me había atrevido a quitármela del todo.
El pueblo apareció de golpe, como si hubiera brotado del bosque: casas bajas de piedra, techos de madera oscura, chimeneas echando humo. Los primeros aldeanos ya estaban en movimiento, levantando persianas, cargando cubos, ajustando caballos. Al pasar junto a mí, todos reaccionaban igual: una mirada rápida, demasiado larga en mis ropas, y luego la cabeza girada con brusquedad.
Una mujer arrastró a su hijo del brazo para apartarlo del camino, como si rozarme pudiera traerle desgracia. Un hombre con un carro ladeó la carga hacia el otro extremo de la calle, fingiendo no verme, pero apretando los labios con fuerza. Hasta un perro se encogió sobre sí mismo al olfatear el aire cerca de mí, como si oliera algo extraño.
Quise sonreír a alguien, a cualquiera, pero cada sonrisa se estrellaba contra ojos que me evitaban. La indiferencia dolía más que la burla.
A la entrada, un poste con tablillas: anuncios de compra de leña, intercambio de telas, un dibujo torpe de un lobo con recompensa. Un cuenco pedía monedas para el templo. Otro cartel, clavado torcido, decía “Mercado los cuartos días”. ¿Qué día era para ellos? Para mí seguía siendo el mismo en el que me probé un vestido.
Me calcé una sonrisa ensayada frente a una ventanilla de pan. La panadera, una mujer de brazos fuertes y cejas en arco, me clavó la mirada. Sus ojos hicieron un recorrido meticuloso: primero mi falda demasiado lujosa para el barro, después mis manos limpias como si no conocieran trabajo, y al final mis ojos azules tras la sombra de la máscara. No hubo sorpresa ni compasión en su gesto, solo una indiferencia áspera, como quien decide que lo que ve no merece un segundo de atención.
Apreté los labios para que no se notara que tenía miedo.
—Buenos días —dije—. Soy viajera. Vengo… del norte. Muy norte. ¿Podría… venderme una hogaza pequeña?
“Soy viajera”, repetí en mi cabeza como un mantra. Si lo decía con convicción, quizá se hacía real. Además, ¿quién no ha viajado alguna vez del norte? El norte es un lugar estupendo para inventar.
—Monedas —respondió la panadera, sin adornos.
Monedas. Claro. Abrí el pequeño bolsillo interior del vestido con la esperanza imposible de que el destino, además de teletransportarme, me hubiera financiado. Nada. En el segundo bolsillo, menos que nada. La mujer resopló, mirándome de arriba abajo como quien calcula si un mendrugo mal dado merece la pena.
—Puedo trabajar por un trozo —intenté—. Lavar, barrer, cantar… Bueno, cantar no es mi fuerte. Pero soy rápida recogiendo mesas. Y sé hacer trenzas bonitas. Y puedo…
La ceja de la panadera subió dos milímetros, el equivalente local a reírse en mi cara. Pero en vez de rechazarme, hizo un gesto brusco con la barbilla, señalando hacia un costado, donde las sombras del puesto eran más densas.
—Ahí. Si no molestas, lava esas bandejas. Y no rompas nada. Media hogaza.
Lo dijo en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara que estaba aceptando. Sus ojos recorrieron la calle, nerviosos, asegurándose de que los curiosos no se detuvieran.
Me deslicé hacia el costado, casi escondida, y me puse a fregar con agua que sabía a hierro y jabón casero. Mientras el mercado despertaba a mi alrededor —pasos con prisa, voces regateando, campanas que marcaban algo que no entendía—, yo enjuagué y apilé en silencio. La panadera me echaba miradas de reojo, entre fastidiada y alerta, como si una parte de ella quisiera echarme a patadas y otra no pudiera evitar protegerme.
Cuando me dio por fin la media hogaza, lo hizo sin mirarme. Yo apreté el pan contra el pecho, como si pudiera calentarme el corazón con él. Fue entonces cuando la panadera se inclinó un poco sobre el mostrador, bajando la voz hasta que solo yo pude escucharla:
—Escúchame bien, muchacha. No dejes que el príncipe te vea. No con esos ojos. Y menos con ese vestido. Cámbialo cuanto antes si quieres pasar desapercibida.
Sentí que el aire se me quedó atrapado en la garganta. Abrí la boca para preguntar más, pero ella ya había vuelto a su postura rígida, atendiendo a otra clienta como si nunca me hubiera dicho nada. Solo al alargarme un paño áspero, murmuró en el mismo tono seco de antes:
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reinos y princesas, viajes entre mundos, leyendas y destinos
Editado: 24.10.2025