La Reina de las Máscaras

Encuentro esquivo

Narrado por Aitana

Mi corazón tembló.

El silencio tras el portazo era tan denso que casi se podía beber. Desde la cocina, con el cuchillo todavía en la mano y la máscara vieja raspándome la piel, me atreví a asomar medio rostro por la rendija.

Un hombre había entrado. Llevaba una capa oscura, el borde manchado de polvo, y la postura erguida de alguien que no teme ocupar espacio. La capucha le ensombrecía los rasgos, pero aun así era imposible no sentir que su sola presencia había cambiado la gravedad del lugar.

Nadie lo anunció. Nadie lo saludó. Pero los clientes más cercanos se apartaron de inmediato, como si hubieran practicado ese gesto de respeto en silencio durante toda su vida.

Yo apreté la tela áspera del delantal contra las manos sudorosas. Ya no llevaba el vestido rojo: estaba guardado, escondido como un corazón que late demasiado fuerte. Mi disfraz de viajera consistía ahora en la falda descolorida y la blusa raída que me había dado la panadera, ropa olvidada de otra mujer que había desaparecido de la memoria del pueblo. Era fea, incómoda, pero útil: me convertía en nadie.

O al menos eso quería creer.

La chica de la posada, con las manos temblando sobre un cuenco de harina, se giró hacia mí y me empujó una bandeja.

—Llévale vino —murmuró. Su mirada decía lo que su voz no se atrevía: no lo contradigas.

Yo asentí con un nudo en la garganta. Ajusté el cinturón desgastado que sujetaba mi ropa prestada y cargué la jarra. El cuero viejo de la máscara limitaba mi visión, pero era preferible a mostrar el brillo de mis ojos. Si parecía ocupada, si mantenía la cabeza baja, quizá podría pasar inadvertida.

El salón entero contenía la respiración cuando crucé hacia su mesa. El murmullo era apenas un susurro, como si todos los presentes esperaran que él hablara primero.

Y lo hizo.

Al levantar la mirada, sus ojos se encontraron con los míos. No tenían la dureza de un soldado ni el descaro de un borracho. Eran claros, firmes, atentos. Como si supieran ver más allá de la ropa gastada y de la máscara manchada.

—Gracias —dijo, sencillo.

Su voz grave resonó en mí como un eco inesperado. No sonaba a orden, aunque estaba claro que podía darla. Era… calma. Autoridad envuelta en cortesía.

Me incliné para dejar la jarra. Fue entonces cuando noté que el borde de su capa estaba enganchado en la pata de la mesa. Él intentó zafarse, pero el nudo se apretó más. Instinto puro: dejé la bandeja y me agaché para liberarlo. Mis dedos rozaron la tela áspera mientras él retiraba la bota para facilitarme el movimiento.

El aire olía a cuero, a polvo de camino y a algo que no supe nombrar.

—Cuidado con la madera —murmuré, solo para no quedarme callada.

Él bajó la vista hacia mí. Fue apenas un segundo, pero tuve la absurda sensación de que esa mirada atravesaba no solo la máscara, sino la mentira entera de mi disfraz.

Me enderecé de golpe, con la bandeja en alto como si fuera un escudo.

—¿De dónde vienes? —preguntó él, como quien hace una pregunta casual.

Yo parpadeé. ¿Era simple cortesía o estaba probándome?

—Del norte —respondí, usando mi mentira ensayada.

Él arqueó una ceja. No se rió ni me contradijo, pero tampoco sonó convencido.

—Largo viaje. —Tomó la copa y bebió un sorbo—. Espero que haya valido la pena.

No supe qué responder, así que solo asentí, bajando la mirada.

Escuché a uno de los hombres de su mesa pronunciar su nombre: Alaric. El sonido se me clavó en la memoria como un sello. Tenía algo de antiguo y fuerte, un nombre que no se lleva en vano. No podía ser un aldeano cualquiera. Todo en él, desde la manera en que ocupaba el espacio hasta el modo en que los demás callaban cuando hablaba, gritaba que pertenecía a otra esfera.

Yo trataba de alejarme, pero mis ojos lo buscaban de nuevo entre la multitud. Alaric no levantaba la voz, y sin embargo bastaba con una palabra suya para que los demás se alinearan. La calma de su tono era más poderosa que cualquier grito.

—Estás temblando —me susurró la chica de la posada cuando regresé a la cocina con la bandeja vacía.

—Es por el cuchillo —mentí, tomando uno mellado para cortar zanahorias.

Ella me miró con duda, pero no insistió.

El problema vino poco después, cuando uno de los soldados que lo acompañaba me llamó con un silbido burlón.

—Tú, viajera. Ven.

No me gustaba ese tono, pero no podía negarme. Me acerqué con la bandeja contra el pecho.

—Dicen que anda por ahí una loca vestida de rojo, como salida de un cuento —se rió, señalando el aire—. ¿No habrás visto nada, eh?

Mi estómago se encogió. El cuchillo invisible de sus palabras me cortó la respiración.

—Yo… no he visto nada —murmuré, bajando la mirada—. Pero si es loca, seguro ya anda lejos.

El soldado soltó una carcajada y volvió a su copa. El resto de la mesa se rio con él. Yo di un paso atrás, deseando desaparecer.

Pero sentí su mirada. La de Alaric. No era burla. No era desprecio. Era… curiosidad. Como si hubiera notado la grieta en mi mentira.

El destino, que parece tener un sentido del humor cruel, decidió jugar conmigo. Un cliente borracho tropezó justo cuando pasaba, golpeándome el brazo. La jarra que llevaba se volcó en el aire y el vino cayó en un arco perfecto sobre la mesa de Alaric.

El líquido empapó el borde de su capa oscura. El murmullo en la posada se congeló.

El soldado burlón se levantó de inmediato, con la mano ya levantada para reprenderme.

—¡Imbécil! ¿Sabes quién…?

Pero Alaric lo interrumpió levantando la mano, y el silencio volvió a caer.

Yo me quedé paralizada, con el corazón martillando detrás de la máscara.

Él bajó la vista hacia su capa manchada, sacudió la tela con calma y dijo:

—No pasa nada.

Ese “no pasa nada” fue más pesado que cualquier grito. Una indulgencia, sí, pero también una advertencia silenciosa. Como si me estuviera diciendo que había visto más de lo que yo quería mostrar.




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