La Reina de las Máscaras

Estrella arrebatada

Narrado por Aitana

Olor a leña húmeda y sopa recalentada flotando en el aire me regresó a mi nueva realidad. La luz del amanecer entraba apenas por la ventana de la buhardilla, dibujando un cuadrado polvoriento sobre las tablas del suelo.

Me incorporé, con la manta áspera enredada alrededor de los hombros. La primera imagen que busqué fue el saco de arpillera donde había escondido el vestido rojo. Mi corazón dio un salto, como si ya lo supiera antes de confirmarlo: el saco estaba abierto. Vacío.

El nudo en el estómago me dejó sin aire. Me lancé a revisar debajo del catre, entre las tablas del suelo, hasta incluso en el cofre donde Milo guardaba utensilios rotos. Nada. El vestido había desaparecido.

—No… no, no, no —murmuré, apretándome la cabeza entre las manos.

Era absurdo, pero aquel vestido era más que tela. Era mi única pista, el hilo rojo que me ataba al momento en que todo comenzó. Sin él, ¿cómo iba a regresar?

Apreté los dientes. Alguien lo robó. La pregunta no era quién, sino por qué.

Me forcé a respirar hondo y a bajar al salón de la posada. La vida ya bullía allí: comerciantes revisando mapas, campesinos desayunando gachas, soldados discutiendo rutas. Y, como siempre, miradas rápidas que se apartaban de mí, la viajera incómoda que nadie quería demasiado cerca.

Me refugié tras la máscara vieja y la ropa descolorida. Ya no era una invitada brillante de un baile, era una sombra. Pero una sombra que había perdido su único tesoro.

Milo apareció desde detrás del mostrador con un saco de monedas pequeñas y una lista escrita en un papel manchado de grasa.
—Necesito provisiones —dijo sin rodeos—. Harina, sal y un poco de carne curada. ¿Te animas a traerlas?

Sentí que la sangre me bajaba de golpe. Salir. Exponerme. ¿Y si alguien me reconocía? ¿Y si alguien hablaba del vestido rojo? Pero Milo me miraba como si no aceptara un “no” por respuesta.

Apreté los labios y asentí.
—Está bien. Lo haré.

El aire frío me golpeó en cuanto crucé la puerta. Mis manos sudaban alrededor del papel, pero me obligué a caminar. Eres una viajera, Aitana. Actúa como tal.

El mercado estaba lleno de voces, regateos y olor a especias. Me deslicé entre los puestos, evitando miradas, hasta que doblé una esquina y lo vi.

Alaric.

No llevaba capa ni guardias alrededor. Estaba solo, apoyado en una baranda de madera junto al río, mirando el agua correr con una calma que no había mostrado en la posada. Se quitó los guantes de cuero, como si necesitara sentir el frío en la piel, y respiró hondo.

Me quedé petrificada, con el corazón galopando. Él no me había visto todavía. Era el príncipe, y sin embargo parecía… un hombre que quería un momento de soledad, un respiro antes de volver a su papel de soberano.

No sabía si me inquietaba más su autoridad o la calma con que miraba las cosas, como si entendiera lo que los demás apenas veíamos.

Mis pies dudaban: avanzar, retroceder, fingir que no estaba allí. Al final, la curiosidad me venció. Di un paso, la tabla del suelo crujió, y su mirada clara se alzó hacia mí.

No llevaba insignias, no había guardias, y sin embargo su sola presencia volvió a pesar como si cargara el reino entero en los hombros.

—Tú… —dijo con sorpresa tranquila, como si no esperara encontrar a nadie en ese rincón.

El corazón me dio un salto. Sentí que debía girar y salir corriendo, pero mis pies se enraizaron en las tablas del muelle.

—Perdón —balbuceé, apretando la lista de compras contra mi pecho—. No quise interrumpir.

Él ladeó la cabeza, con una media sonrisa apenas esbozada.
—No interrumpes. A veces es agradable ver un rostro que no está esperando órdenes ni favores.

Quise reír, o al menos soltar un comentario ligero, pero el miedo me cerró la garganta. Así que asentí, torpe, buscando cualquier excusa para huir.

—Solo vine por harina… y sal. —Levanté el papel arrugado, como si eso me hiciera invisible.

Él rió suavemente, una risa contenida que me desarmó más que cualquier gesto de nobleza.
—Mis mayores batallas también han sido contra la harina. —Levantó las manos, mostrando los dedos manchados de polvo blanco—. Intenté amasar pan. El resultado fue un crimen contra la humanidad.

No pude evitar que se me escapara una sonrisa mínima, casi imperceptible.
—Supongo que… todos tenemos desastres secretos.

—El mío ya no es tan secreto —replicó, encogiéndose de hombros.

El silencio se alargó entre nosotros, pero no era incómodo. Era extraño: por un momento no parecía un príncipe escondido de su corte, ni yo una viajera disfrazada. Éramos solo dos personas, paradas junto a un río que seguía su curso sin pedir permiso.

Entonces recordé las advertencias: no dejes que el príncipe te vea. Sentí el broche en mi bolsillo, la máscara raspándome la piel, y retrocedí medio paso.

—Debo irme —dije, bajando la mirada.

Él asintió, sin ofenderse.
—Claro. Pero espero volver a cruzarme contigo.

Ese espero se me clavó como un anzuelo. Quise arrancarlo, pero en su lugar asentí de nuevo, demasiado rápido, demasiado nerviosa. Luego me giré y caminé con pasos apresurados, como si el mercado entero me persiguiera.

Me obligué a concentrarme en la lista: harina, sal, carne curada. El bullicio del mercado me rodeaba: niños corriendo entre los puestos, mujeres regateando por verduras marchitas, un anciano ofreciendo cuchillos mellados como si fueran tesoros. El aire olía a humo, a establo y a pan recién horneado.

Me detuve frente a un vendedor de harinas, un hombre robusto con bigote polvoriento y brazos como sacos de grano. Puso una bolsa sobre la balanza y me observó con la desconfianza habitual que ya me era familiar.

—¿Del norte, eh? —preguntó, arrastrando las palabras.

—Eso dicen —respondí, intentando sonar casual.




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