Narrador
La mañana encontró a Milo de pie frente al hogar apagado de la posada, con un fardo en las manos. No había servido desayuno ni atendido a los clientes más madrugadores: esperaba a Aitana. Cuando ella bajó las escaleras, aún con la máscara vieja y la ropa descolorida que apenas la protegía, él le hizo un gesto para que se acercara.
—Esto ya no puede esperar más —dijo, y sus ojos se desviaron hacia el bulto envuelto en tela. Lo sostuvo un momento, como si pesara demasiado, y luego lo puso sobre la mesa.
Aitana dudó antes de tocarlo. No era pan ni leña: eran prendas. Unas botas curtidas, una capa corta de viaje, una camisa de lino reforzado y pantalones pensados para resistir monte y barro. No parecían nuevas, pero tampoco débiles. Eran ropas que habían caminado lejos.
—¿De quién son? —preguntó ella, con cautela.
Milo bajó la mirada, con un gesto que no le había visto antes. Tristeza y orgullo mezclados, como un vino amargo.
—De mi esposa —respondió al fin—. Fue exploradora. De las mejores. Partía siempre ligera, como si el bosque la conociera y la dejara pasar sin cobrarle tributo. Dicen que se internó en el bosque y nunca volvió… aunque algunos juraron que el bosque no la tragó, sino que la cambió de lugar. Nadie supo qué quiso decir eso.
Aitana sintió un nudo en la garganta.
—Lo siento… —murmuró, casi con timidez—. No quería remover recuerdos dolorosos.
Milo negó suavemente con la cabeza, sin dureza pero con esa resignación de quien ya ha llorado lo suyo.
—No gastes disculpas en lo que no puedes cambiar. No podemos nada por los que ya se fueron. Lo que importa es lo que hacemos los vivos con lo que dejaron.
El silencio que siguió pesó más que las palabras. Milo respiró hondo, y volvió a alzar la mirada, esta vez firme.
—Te servirán mejor a ti que guardadas en un cofre. Ponte esto, muchacha. Y escucha: si algún día tienes problemas con los exploradores, di que eres hija de Elira. O mejor… —hizo una pausa breve, pensando—, di que eres Eliraen. Suena a su nombre, y cualquiera que la conoció no se atreverá a negarlo.
Le tendió el fardo de ropa con manos seguras, como si al entregárselo no estuviera regalando telas viejas, sino una identidad.
Aitana acarició el borde de la capa. Sentía que el disfraz pesaba distinto: no era una tela vacía, era la herencia de una vida. Y también una mentira prestada.
—¿Y adónde debo ir? —preguntó, insegura.
—A Villarejo de los Pinos. Medio día de camino si sigues el arroyo y buscas la piedra blanca marcada con una cruz. Allí tienen un gremio. Si alguien encuentra lo que has perdido, son ellos. Pero recuerda: no confían en nadie.
Aitana asintió, aunque las botas le parecían demasiado grandes y la capa demasiado corta para ocultar su miedo. Milo la miró con una seriedad que solo los hombres cansados de la vida tienen.
—No regreses con menos de lo que te llevas hoy.
—Gracias, por… todo. No estaba segura por que la ayudaba tanto pero si estaba segura que siempre guardaría su amabilidad en su corazón.
Aitana esperó a que los primeros clientes de la mañana se distrajeran con sus jarras de leche y pan duro antes de salir de la posada. Ajustó la máscara vieja con cuidado, ocultando el azul de sus ojos en la penumbra que proyectaba, y se echó la capa de Elira sobre los hombros.
Al atravesar la plaza del pueblo, notó cómo algunas miradas se detenían demasiado tiempo en ella. Un grupo de mujeres que barrían las entradas de sus casas bajaron la voz hasta convertirla en murmullo. Un niño la señaló con un dedo curioso hasta que su madre lo apartó con brusquedad. Incluso un perro, echado junto a un carro de leña, levantó la cabeza para seguirla con la mirada.
Aitana apretó el paso, fingiendo seguridad, aunque cada zancada pesaba como si llevara piedras en las botas. “Invisible, recuerda: invisible”, se repetía en silencio, aunque sabía que lo único invisible en ella era el miedo que se esforzaba por disimular.
Al salir por el portón de madera que marcaba el límite del pueblo, se obligó a no mirar atrás. Sabía que lo peor que podía hacer era confirmar con sus propios ojos que, efectivamente, la estaban observando.
El camino no fue fácil. El arroyo serpenteaba como un niño travieso, y las piedras resbalaban bajo sus botas pesadas. Aitana tropezaba con raíces, se enredaba en la capa y maldecía en voz baja cada arbusto que parecía atraparla. Pero siguió. Porque ahora no era una viajera perdida: era una exploradora en entrenamiento.
El bosque tenía otro rostro a esa hora. Los pájaros saltaban entre ramas como si vigilaran sus pasos, y el aire olía a savia fresca. Aitana intentó convencerse de que eso era una bienvenida, no una advertencia.
Al mediodía, la piedra blanca apareció ante ella. Y más allá, el pueblo. Villarejo de los Pinos no se parecía al anterior: era más ruidoso, más áspero, con el bullicio de quienes están acostumbrados a vivir en el filo del peligro. Las casas eran altas, de madera ennegrecida por el humo. Los hombres cargaban armas a la vista, y las mujeres hablaban con la dureza de quien sabe sobrevivir sola.
El pueblo hervía de voces y movimiento. Mercaderes descargaban sacos, niños corrían tras perros famélicos, y las campanas de una herrería marcaban un ritmo constante. Aitana se detuvo un momento en el borde de la plaza, dudando. No podía caminar sin rumbo. Si iba a ganarse un disfraz nuevo, debía entrar en el papel.
Se acercó a un anciano que cargaba leña sobre un burro huesudo.
—Disculpe… —dijo con la voz lo más firme que pudo—. Busco al gremio de exploradores.
El hombre la miró con desconfianza, sus ojos recorriendo la capa y la máscara. Murmuró algo entre dientes, pero al final señaló con el mentón hacia el centro de la plaza.
—Ahí. Los de los mapas. Pero ten cuidado: no regalan sonrisas a los forasteros.
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Editado: 24.10.2025