Narrado por Aitana
La
neblina se derramaba por las callejas como leche tibia mientras en el aire se sentía el olor a hierro y pan recién hecho. Villarejo de los Pinos despertaba con golpes de martillo, crujidos de carros y voces que se sabían necesarias. Me até las agujetas como pude —dos nudos disparejos— y me subí la capa de Elira a los hombros. Me quedaba un poco grande, o quizá era yo, que aún no llenaba el hueco de un nombre que no era mío.
“Respira. Parecer una más es la mitad del disfraz.”
La otra mitad, sospechaba, era no tropezar con mi propia capa.
El campamento de los exploradores estaba a medio armar en la plaza: mesas con mapas manchados de barro, cuerdas enrolladas, carcajs colgando de estacas, y un olor constante a aceite, cuero y metal. Algunos tensaban arcos y probaban cuerdas con un quejido seco; otros discutían rutas con ramitas sobre la tierra como si dibujaran heridas en la piel del bosque. Reí bajito al intentar imitar su postura de héroes cansados; en mi versión, me trabé la bota con el borde de la capa y casi beso el suelo. “Aitana Montiel, especialista en caídas decorosas”, pensé. Nada mal para un currículum de otra dimensión.
Busqué un respiro detrás de los puestos. Me refugié tras uno de frutas; las manzanas eran tan rojas que casi dolían a la vista, como pequeñas lunas empapadas de tarde. Detrás del mostrador, una mujer de cabello recogido y manos curtidas contaba monedas con paciencia.
—¿Cuánto por una? —pregunté.
Alzó la mirada. Tenía unos ojos grises tan claros que, por un segundo, creí que la neblina vivía en ellos.
—Depende —dijo—. ¿De dónde vienes?
—Del norte —salió solo; ya era un reflejo.
Sus dedos tocaron el borde de mi capa, el remiendo sobre el hombro, esa puntada más apretada que reconocería entre cien.
—Esta costura la hizo una amiga —murmuró—. La última vez que la vi, llevaba una igual.
El corazón me dio un salto.
—¿La conoció?
—Sí. Elira.
Tragué saliva.
—Era… mi madre —mentí sin mover un músculo del rostro. Eliraen. Repítelo, Aitana. Eliraen.
La mujer me sostuvo la mirada demasiado tiempo. Luego asintió con tristeza breve.
—El bosque no devuelve lo que reclama, hija. Pero a veces… devuelve a quien lo desafía.
Me alargó una manzana.
—Esta va por la memoria. Soy Vimas.
Vimas. El nombre me rozó como una brisa que ya había sentido. Sí: era la misma mujer que, el día que llegué, me había observado sin pestañear desde el puesto de manzanas. Ahora su voz traía espinas y flores al mismo tiempo.
—Gracias —alcancé a decir.
—Suerte —respondió, como quien despide a alguien que ya eligió un camino.
Me alejé con la manzana pegada al pecho, fingiendo normalidad mientras el disfraz de “Eliraen” pesaba más que la mochila. De reojo miré el semicírculo de entrenamiento: hombres y mujeres tensaban arcos, medían pasos, discutían sin sonreír. Me acomodé la máscara vieja; su sombra me ayudaba a esconder el azul de los ojos. “Eliraen”, repetí en silencio. Hija de una mujer valiente de la que no sé nada. ¿Cómo se camina con la herencia de otra?
—¡Nuevos! —rugió una voz.
Era Rurik, barba gris, hombros enormes, mirada que partía leña. Me señaló con un gesto. A su lado, un chico con sonrisa de cuchillo me midió de arriba abajo.
—Thane —se presentó, ladeando la boca—. A ver si hoy no te caes encima de tu sombra, hija de Elira.
—Lo intentaré —dije, dejándole la cortesía a mi máscara—. Conozco mi sombra de vista.
Risas breves. No supe si por mí o por cortesía. Rurik golpeó con el nudillo el tablero de mapas.
—Ejercicios básicos. Huellas, orientación, nudos y daga. Si sobreviven al ego, quizá sobrevivan al bosque.
Nos llevó a un terreno detrás de la plaza, un claro de tierra apisonada con cuerdas anudadas a estacas, marcas de pasos y un poste con flechas clavadas como dientes. Empezamos con huellas. Rurik nos mostró una pisada; para él, hablaba. Para mí, tartamudeaba.
—¿Dirección? —preguntó.
Yo: “derecha”. Thane: “izquierda”.
Rurik ni pestañeó.
—Norte —dijo, y nos hizo trazar el sol con la mano.
Intenté recordar dónde salía y dónde se acostaba. El sol me guiñó un ojo detrás de la neblina, cruel. “Claramente el musgo no me quiere de su lado”, pensé, al confundir otra vez el verde con la orientación. Liora —una mujer callada de trenzas apretadas— se colocó a mi izquierda y susurró:
—Búscalo en la corteza. El musgo crece donde el sol llega menos.
—¿Y si el sol decide cambiar de opinión?
—Entonces véndele una manzana a la oscuridad —replicó sin perder la seriedad. Casi me reí.
Pasamos a sogas; mis dedos hicieron nudos que parecían pulseras tristes. Con la daga, mejor: no brillaba, pero al menos entendí cómo no cortarme. Thane, por supuesto, hizo un nudo perfecto sin mirar y luego lanzó la cuerda al poste como si jugara desde la cuna.
—No te preocupes —me guiñó—. Nadie es bueno el primer día. Excepto yo.
El rumor corrió como humo: el príncipe estaba cerca, revisando informes de seguridad tras los ataques. Mi estómago decidió que no necesitaba desayunar. Evité la mirada de todos y me coloqué detrás de un poste, dibujando mapas invisibles con la punta de la bota. Si me quedaba quieta, quizá la historia pasaría de largo.
La historia no sabe pasar de largo.
Entraron por el lado de la herrería: media docena de soldados y, al centro, Alaric. Sin capa ni adornos, con una chaqueta oscura que hacía resaltar esa calma suya que nadie más podía fingir. Rurik se irguió un poco más, como si la columna recordara su oficio. Thane dejó de sonreír. Liora apretó la mandíbula.
—Inspección —anunció un soldado.
Rurik asintió.
—Si han venido a buscar disciplina, encontrarán barro. Es lo que tenemos.
La sombra de una sonrisa cruzó el rostro de Alaric.
—Barro que sepa obedecer será suficiente.
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Editado: 24.10.2025