La Reina de las Máscaras

Senderos prohibidos

Narrado por Aitana

Apenas la claridad que marcaba un nuevo día se hizo presente, la lluvia abrazó al día con susurro en los tejados y terminó clavándose en la tierra con paciencia, como si quisiera enseñarnos otro modo de leer el bosque. Villarejo de los Pinos olía a hollín mojado y a pan que intentaba ganar calor contra el día. Me até las botas —una apretada, otra resignada— y me recogí el cabello bajo la máscara vieja. La capa de Elira pesaba distinta bajo el agua; más real, menos disfraz.

Antes de salir, tomé el broche entre los dedos. Su metal frío me recordó el peso de todas las promesas que aún no sabía cumplir. Lo observé unos segundos: el puente de tres arcos, la pequeña estrella apenas visible, y ese nombre truncado que el tiempo había mordido. Lo apreté con fuerza y lo guardé otra vez, justo sobre el corazón.
—Te devolveré a tu dueño algún día —murmuré, sabiendo que mentía un poco, porque no estaba lista para soltarlo.

Rurik nos reunió al amanecer, en la pequeña plaza central. La lluvia se colaba entre los pinos como un ejército silencioso. Los exploradores formaban un semicírculo frente a él, las capas empapadas, el aliento convertido en humo. La hoguera del centro chisporroteaba, terca, rodeada de botas llenas de barro.

Rurik se limpió la barba —una escarcha blanca empezaba a colgarle de los bordes— y habló con su tono de siempre: seco, firme, sin adornos.
—Reconocimiento. Ruinas del santuario del Norte. Sendero viejo, supersticiones nuevas. No toquen lo que no sepan nombrar —A veces, cuando me hablaba, creía notar en su mirada algo más que disciplina. Como si buscara en mí a otra persona. Alguien que también hubiera desobedecido órdenes y amado el bosque más de lo que debía.

Su voz resonó entre los tablones húmedos. Nadie se movió, excepto Thane, que intentó frotarse las manos con aire de superioridad.
—¿Y si no sabemos nombrar nada, jefe? —preguntó con media sonrisa.
Rurik lo miró como quien aplasta una mosca con la mirada.
—Entonces no toques nada. Y camina detrás.

Éramos seis en total: Rurik, Liora con sus trenzas apretadas como promesas, Thane con su sonrisa de navaja, dos exploradores silenciosos —Sarel y Dom— y yo, Eliraen, que aún aprendía a no caminar como Aitana.
“Es fácil”, me repetí. “Solo respira, observa, no tropieces con la historia.”

Rurik sacó un mapa extendido sobre una piedra lisa. Lo sujetó con una daga y señaló con el dedo una marca en forma de espiral.
—Salimos en una hora. Antes de eso, revisen sogas, brújulas y armas. Dom, prepara el registro.
Luego me miró directamente, como si ya supiera en qué fallaría antes de hacerlo.
—Eliraen, ve al puesto de Vimas. Trae manzanas, pan seco y algo de sal. Y dile al herrero que afile un par de cuchillos de monte. Que los cobrará el gremio.
—Sí, señor —dije, intentando sonar más exploradora que aprendiz.

Thane soltó una carcajada leve.
—Miren, ya la mandaron por pan. Empieza la gran aventura.
Liora le dio un codazo sin mirarlo siquiera.
—Mejor cállate, o te mandarán por ti mismo.

Rurik ignoró el intercambio y continuó:
—Habrá viento del este, así que manténganse cerca del sendero. No quiero novatos siguiendo voces. ¿Está claro?
Un murmullo de aprobación recorrió el grupo.

Cuando la reunión terminó, cada uno se dispersó para alistarse. Caminé hacia el mercado bajo la llovizna persistente. El suelo era un espejo roto de charcos y barro, y las carretas de madera dejaban huellas profundas que se llenaban de agua al instante.

Pasé frente a la herrería; el metal ardía en contraste con la humedad. El herrero apenas levantó la vista cuando le pedí los cuchillos.
—De los nuevos, no. De los de monte —aclaré, repitiendo las palabras de Rurik.
El hombre asintió y desapareció entre las sombras del taller.

Seguí hacia el puesto de frutas, donde las manzanas brillaban rojas bajo la lluvia como si no les importara mojarse. Vimas estaba allí, cubriéndose con un paño grueso. Me observó llegar con una ceja arqueada, la otra oculta bajo un mechón canoso.
—Provisiones para los del gremio —le dije, intentando sonar como si llevara años haciendo eso.
—Ah, los héroes del barro —respondió ella—. ¿Y tú eres su nueva mensajera?
—Solo por hoy —repliqué con una sonrisa débil.

Mientras pesaba las manzanas, Vimas me miró de arriba abajo.
—Esa capa no es tuya —dijo en voz baja.

Tragué saliva.
—Me la dieron.

—Sí. Y el bosque decide a quién le queda bien.

No supe qué responder, así que solo incliné la cabeza. Por un instante, recordé las historias que mi madre me contaba de niña: siempre hablaban de una viajera que cruzaba mundos con un vestido rojo y una máscara dorada. Qué coincidencia tan absurda…

Ella me tendió el saco de frutas, pero antes de que pudiera tomarlo, me detuvo con un gesto.
En la palma me puso un objeto redondo, oscuro, con la tapa abollada.

—De Elira —dijo—. Se la devolvió el bosque y yo la guardé por si acaso.

La abrí con cuidado. Era una brújula vieja, el metal frío, la aguja larga como un alfiler. Giró, vaciló un instante y luego señaló al norte, como si lo recordara con cariño.
El corazón me dio un vuelco. Por un instante, tuve la sensación de haberla visto antes, quizá en algún sueño. O en las historias que mi madre contaba, esas donde el norte siempre terminaba en casa. Sentí un hilo invisible unir ese objeto con la capa que llevaba puesta, con el nombre prestado que me protegía del mundo.

—Si el bosque calla, confía en el hierro —añadió Vimas, bajando la voz hasta casi un susurro—. Si el hierro tiembla, confía en tu corazón.

—¿Y si tiembla todo? —pregunté, apenas respirando.

Ella sonrió apenas, con una tristeza vieja en los labios.
—Entonces corre hacia lo que te llame por tu nombre.

El nombre me pesó bajo la máscara. Aitana. Eliraen. No sabía cuál me quedaba mejor.
Por un momento pensé en preguntarle cómo lo sabía, cómo podía llamarme así sin que yo se lo hubiera dicho. Pero las palabras se quedaron atoradas entre la garganta y el miedo.




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