Los años pasaron rápidamente, y los días de juegos en el jardín dieron paso a las responsabilidades, las amistades y los primeros sueños de independencia. Isabela, ahora con quince años, había florecido en una joven inteligente y segura de sí misma, siempre en busca de más. En el instituto, era una de las mejores estudiantes, destacando tanto en sus clases como en actividades extracurriculares. Su ambición no había hecho más que crecer, y a su alrededor sus compañeros la admiraban y temían en igual medida.
Una tarde, en la biblioteca, conoció a Sebastián, un joven que siempre la miraba desde lejos, cautivado por su porte y determinación. Él era dulce, tímido, y sorprendentemente genuino, cualidades que hicieron que Isabela se sintiera intrigada.
Sebastián: (Tímido, mirándola de reojo) ¿Te gusta Orgullo y Prejuicio?
Isabela: (Sarcástica, levantando una ceja) ¿Qué tiene de especial esa novela? Es solo la historia de una chica que se enamora de un hombre rico, ¿no?
Sebastián: Bueno… no es solo eso. Se trata de la lucha entre el orgullo y los prejuicios de las personas. A veces… somos tan ambiciosos que olvidamos que hay cosas más importantes.
Isabela lo miró con una sonrisa burlona, pero, sin saber por qué, las palabras de Sebastián se le quedaron grabadas. Fue la primera persona que cuestionó su actitud y ambición de manera sutil, sin críticas abiertas. A pesar de su escepticismo, comenzó a salir con él. Su relación con Sebastián le brindó una nueva perspectiva y, aunque no quería admitirlo, había en ella una parte que anhelaba algo de esa simplicidad.
Pasaron meses en los que Sebastián se convirtió en su confidente, en su refugio. Durante ese tiempo, Isabela aprendió que existían formas más suaves de ver la vida, que no todo se trataba de competencia y control. Fue un respiro que en su vida tenía poco espacio, y cada día que pasaba junto a él, su corazón parecía ablandarse, al menos un poco.
Pero, como un presagio de su propio futuro, la relación no tardaría en fracturarse. Un día, mientras caminaban juntos después de clases, Isabela notó que Sebastián estaba más distante, incómodo. Finalmente, se detuvo y la miró a los ojos con una seriedad que nunca había visto en él.
Sebastián: (Con voz firme) Isa, creo que estamos en caminos diferentes. Para ti, todo parece una lucha, una competencia. Y yo… yo no quiero vivir así.
Isabela: (Confundida y herida) ¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene de malo querer ser la mejor? ¿Qué tiene de malo tener ambición?
Sebastián: (Suspira, bajando la mirada) No hay nada de malo en eso. Pero contigo… siento que siempre tienes que ganar, a cualquier precio. Incluso si eso significa lastimar a los demás.
Isabela se quedó en silencio, sintiendo una mezcla de sorpresa y furia. ¿Cómo se atrevía a juzgarla de esa manera? A su mente vinieron las palabras de su madre, que siempre le recordaba la importancia de ser buena, de ser justa. Pero Isabela no quería ser “justa”, quería ser fuerte. Porque, en su mundo, ser fuerte era la única manera de sobrevivir.
Isabela: (Fría) Si no puedes aceptarme como soy, entonces es mejor que te vayas, Sebastián. Yo no voy a cambiar.
Sin decir más, se dio media vuelta y se alejó, dejando a Sebastián detrás, solo y dolido. Su corazón estaba en guerra. Por un lado, algo en su interior deseaba regresar y disculparse, aceptar que tal vez su ambición había empezado a ocupar más espacio que su humanidad. Pero, por otro lado, una voz más profunda le decía que no había cometido ningún error, que su instinto de triunfo y su voluntad eran sus mayores fortalezas.
Con los días, esa ruptura se convirtió en una herida invisible que no estaba dispuesta a admitir. Comenzó a convencerse de que las palabras de Sebastián solo demostraban su debilidad y su falta de carácter.