La vida de Isabela dio un vuelco unos días después de la ruptura con Sebastián, pues su madre enfermó. Lo que comenzó como un simple resfriado se convirtió en algo mucho más grave y, en cuestión de semanas, Rosa estaba en una cama de hospital. La noticia cayó sobre la familia Reyes como una tormenta inesperada, dejando a cada miembro en un estado de confusión y dolor. Para Isabela, la incertidumbre se transformó en una mezcla de miedo e impotencia que no había sentido jamás.
Isabela pasaba cada tarde en el hospital junto a su madre, intentando conservar la fortaleza que Rosa siempre le enseñó. Sin embargo, entre la frialdad de las paredes y el olor a desinfectante, algo en ella comenzó a quebrarse. Ver a Rosa, la mujer fuerte y amorosa que siempre había sido su pilar, reducida a una sombra en esa cama, sacudió cada rincón de su ser. Héctor, en cambio, lloraba sin reservas, susurrando palabras de aliento y sosteniendo la mano de su madre con la esperanza de que mejorara.
Una tarde, mientras el sol se ponía y la habitación estaba sumida en penumbras, Rosa llamó a Isabela a su lado. Con su voz débil pero decidida, tomó la mano de su hija, mirándola con una mezcla de amor y preocupación.
Rosa: (Con voz suave) Isabela, mi niña… quiero que recuerdes algo, algo que siempre he intentado enseñarte. La vida es… tan frágil, tan breve. No vale la pena vivirla con un corazón endurecido.
Isabela: (Apretando la mandíbula para no llorar) Mamá, no hables así. Te vas a recuperar, y todo va a volver a ser como antes.
Rosa: (Niega con una pequeña sonrisa) No, hija. Algún día entenderás que todos tenemos un tiempo aquí. Pero quiero que, cuando llegue tu momento, puedas mirar atrás y sentir que viviste con amor, que siempre elegiste el bien. Esas son las cosas que realmente importan.
Isabela asintió, aunque en el fondo no podía entender completamente lo que su madre quería decirle. Para ella, la vida seguía siendo una lucha, una competencia que debía ganar. Sin embargo, algo en las palabras de Rosa dejó una marca en su corazón, una semilla que tardaría en florecer, pero que nunca se borraría del todo.
Unos días después, Rosa falleció. La familia Reyes se desmoronó en un silencio lleno de dolor y vacío. Héctor se refugió en el consuelo de sus amigos y su padre, Álvaro, se volvió una figura distante, atrapado en su propio duelo. Isabela, en cambio, se encontró con un vacío que no sabía cómo llenar. Las palabras de su madre resonaban en su mente, pero cada vez se sentía más desconectada de esa visión de la vida, tan llena de compasión y bondad.
A medida que el tiempo pasaba, en lugar de sanar, Isabela comenzó a endurecerse. Decidió que nunca más permitiría que alguien la viera débil o vulnerable. El mundo era un lugar implacable, y si quería sobrevivir, tendría que ser más fuerte que el dolor, más fuerte que la pérdida. Fue así como empezó a construir una coraza alrededor de su corazón, una coraza que la protegería de cualquier sufrimiento y la haría imparable.
Álvaro: (Una noche, mirándola con preocupación) Isabela, hija, desde que mamá se fue, has cambiado. Casi no hablas con nosotros, estás distante… No tienes que ser tan fuerte todo el tiempo.
Isabela: (Con frialdad) La debilidad no ayuda a nadie, papá. Mamá se fue y ya nada va a cambiar eso. Ahora solo tenemos que seguir adelante.
Álvaro suspiró, reconociendo en su hija una frialdad que antes no estaba allí. Sabía que ella sufría, pero la pérdida de Rosa había dejado una herida tan profunda en todos ellos que sentía que no tenía la fuerza para intentar sanar la de Isabela. La dejó a su suerte, confiando en que encontraría su camino por sí sola.
Con el paso de los meses, Isabela se volcó completamente en sus estudios y en todas las actividades que le dieran una ventaja competitiva. El recuerdo de Sebastián, de sus palabras y advertencias, se desvaneció hasta convertirse en algo irrelevante. Ahora, en su mente, todo se trataba de alcanzar el éxito y de asegurarse de que nadie, jamás, pudiera dañarla o hacerla sufrir de nuevo.
Aquel fue el inicio de su transformación. La niña que alguna vez corrió por el jardín, llena de sueños y risas, se desvaneció poco a poco, reemplazada por una joven ambiciosa y decidida a hacer lo que fuera necesario para nunca volver a sentir la debilidad que la pérdida le había dejado.
Sin saberlo, estaba caminando hacia un destino oscuro, uno que la llevaría a convertirse en una mujer que sus padres no reconocerían, una mujer que sacrificaría todo por su ambición, dejando corazones en ruinas a su paso.