La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE I: BAJO ATAQUE - CAPÍTULO 2

Fue Dana la que sacó la espada del cuerpo muerto del soldado. Limpió la sangre en los pantalones y se la pasó a Liam para que se la devolviera a Augusto. Los perros se escuchaban cada vez más cerca.

—Tal vez deberíamos abandonar el sendero —propuso Dana.

—Avanzar entre los árboles solo nos retrasará y no podemos darnos ese lujo —dijo Sabrina.

—¿A qué distancia estamos del río? —preguntó Dana.

—Menos de medio kilómetro, pero no podemos cruzarlo en esta parte: hay puestos de vigilancia en el puente —respondió Sabrina.

—¿Cómo vamos a despistar a los perros, entonces? —inquirió Bruno.

—Yo me encargaré —dijo Sabrina, desenganchando un estuche de cuero de su cinto.

—¿Qué es eso? —preguntó Dana, intrigada al ver el pequeño frasco con un polvo amarillo que Sabrina había sacado del estuche.

—Para los perros —fue su única explicación, mientras esparcía el polvo por el sendero.

—¡Ugh! —se tapó la nariz Bruno—. ¡Huele terrible!

—Exacto —asintió Sabrina—. Los perros no soportan la azurina. Se negarán a avanzar más allá de este punto. Eso nos dará un respiro.   

 

***

 

—Muy bien, Liam, lo haces muy bien —dijo el mago, complacido—. Toma un poco de agua.

Liam tomó su recompensa con la mano libre: un vaso de cerámica con agua limpia. Apuró el agua con desesperación, antes de que el mago se arrepintiera y le quitara el preciado regalo. Ya lo había hecho antes.

—Cuéntame más —le pidió el mago suavemente con aquella voz hipnótica irresistible. Su nombre era Stefan.

Liam se reacomodó en el suelo de la oscura celda, haciendo una mueca de dolor al tirar sin querer del brazo cuya muñeca estaba encadenada a la pared por encima de su cabeza. Durante los primeros días, había tirado sin cesar del grillete de hierro, con la esperanza de aflojarlo de la pared, pero solo había logrado lastimarse la mano y el hombro. La posición era incómoda: la mano estaba encadenada a una altura lo suficientemente baja como para permitirle sentarse en el suelo de la mugrienta celda de piedra, pero no tanto como para que pudiera acostarse en el duro piso y dormir. El mago lo visitaba asiduamente, animándolo a contar su historia. Su relato le conseguía recompensas preciadas. A veces, una manta raída y sucia con la que Liam se envolvía para soportar mejor el frío de la noche en la celda. El magro abrigo le era quitado a la mañana siguiente, y con suerte, podía tal vez ganarlo otra vez si el mago consideraba que había revelado detalles importantes. Otras veces, le daban agua, aunque en ciertas ocasiones la alejaban de él antes de que pudiera beberla, aumentando su padecimiento. Casi nunca le daban comida. Solo cuando se desmayaba de hambre, le arrojaban un pedazo de pan duro que él masticaba con avidez.

Liam sabía que lo único que lo mantenía vivo era continuar con el relato. Sabía que cuando su utilidad como fuente de información acabara, acabaría también su vida, así que dosificaba su historia lo mejor que podía para alargar su subsistencia. Pero muchas veces perdía la esperanza y deseaba que la muerte le llegara de una vez, especialmente cuando el mago le hacía preguntas que él no quería contestar. Ahí era donde las cosas se ponían feas. Resistirse a obedecer a los pedidos del mago le acarreaba castigos imposibles de soportar.

—Vamos, Liam —lo animó el mago—. Dime lo que pasó después de que desalentaron a los perros con azurina. ¿Llegaron al río?

Liam asintió:

—Sí, pero el puente estaba vigilado, tal como Sabrina lo había anticipado. Intentar cruzar habría sido un suicidio. Los arqueros nos habrían aniquilado sin problemas porque no había forma de cubrirnos en la orilla del río, y ellos estaban protegidos detrás de empalizadas de madera con orificios pequeños por donde asomaban las flechas de sus arcos preparados para disparar.

—¿Entonces?

—Abandonamos el sendero y nos internamos por el bosque hacia el este, siguiendo el río por la margen derecha de forma aproximada, ocultándonos entre los árboles. Avanzamos de forma lenta y tortuosa por el interior del bosque, pero al menos, parecía que nuestros perseguidores nos habían perdido el rastro por el momento. Aun así, Sabrina insistía en que debíamos cruzar el río, que solo así estaríamos realmente a salvo porque del otro lado del río comenzaba el reino de Agrimar, donde las patrullas de Marakar no tenían jurisdicción.




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