Cormac entró en la habitación de la posada El Tambor de Racuna. Observó a Lug de reojo, recostado en una de las camas, y se sacó el manto de lana que lo abrigaba, colgándolo de una silla.
—Debes dejar de hacer eso —le dijo Lug.
—¿Hacer qué? —arrugó el entrecejo el otro.
—¿Cuántas tablas hay en las pasarelas de los muelles?
—Tres mil quinientas cuarenta y dos —respondió Cormac de forma automática.
—¿Y cuántas de esas tablas están sueltas? ¿Cuántas en mal estado? ¿Cuántos clavos las sostienen? ¿Y cuántos de esos clavos están flojos u oxidados?
Cormac respondió con un gruñido, pero Lug sabía que Cormac conocía las respuestas a todas esas preguntas. Ya habían pasado catorce días en Sansovino y Cormac se había puesto cada día más obsesivo, recorriendo los muelles sin cesar y contando cosas, como si así pudiera apurar el regreso del barco de Harris.
—Es un desperdicio que uses tu mente para recordar esas cosas inútiles —le dijo Lug.
—Al menos, no me la paso tirado en una cama —le reprochó Cormac.
—Podría haber estado haciendo cosas más útiles como tratar de encontrar y rescatar a Liam o intentar una teleportación a tu misteriosa isla, pero me prohibiste eso —refunfuñó Lug.
—No podemos alterar el plan más de lo que está.
—Sí, sí, ya me lo dijiste. Me lo has estado diciendo por catorce días. Pareces un disco rayado, y con trastorno obsesivo compulsivo, además —hizo una mueca Lug.
—¿Un disco rayado? —inquirió Cormac sin comprender.
—Olvídalo —desestimó el asunto Lug, pues no tenía ganas de explicar la expresión.
—No me resulta fácil estar inactivo —se justificó Cormac—, no cuando hay tanto en juego, pero tú pareces estar tomándolo bien.
—Que pase la mayor parte de mi tiempo en esta habitación no significa que esté inactivo —protestó Lug.
—¿Ah no?
—No, para que lo sepas, he estado tratando de comunicarme con Dana los últimos diez días —expuso Lug.
—¿Hubo suerte?
—Nada, como si estuviera en otro mundo —meneó la cabeza Lug.
—Eso es buena señal —trató de animarlo Cormac—. Significa que en verdad cruzó con Calpar hacia Arundel, que cumplió con su parte del plan.
—Igualmente, me preocupa no saber nada de ella.
—Si Calpar está con ella, estará a salvo, no te angusties —lo confortó su amigo.
—Cormac… —se sentó Lug en la cama.
—¿Qué?
—Es hora de que me lo muestres, ya te dije que quiero saberlo —le extendió una mano.
—Y yo ya te dije que no sabes lo que me estás pidiendo —le retrucó el otro.
—De acuerdo, de acuerdo —levantó las manos Lug en rendición—. No me muestres el final, muéstrame el principio.
Cormac resopló, indeciso.
—Vamos, Cormac, me lo debes —trató de convencerlo Lug—. Cuando me dijiste quién era Sabrina, no dudé en venir a ayudarte, incluso sabiendo que nos veríamos envueltos en circunstancias en que habría gente que terminaría lastimada, amigos y enemigos. Hasta acepté la posibilidad de que tendríamos que matar, y eso no es algo que tolero con facilidad. He confiado en ti y en tu misterioso plan hasta ahora, pero ya es tiempo de que me reveles más detalles. Si no quieres hablarme de la isla, está bien, pero dame algo.
—¿Algo como qué?
—Dime cómo lograste involucrar a Calpar, por ejemplo —sugirió Lug.
—No fui yo, fue ella —dijo Cormac.
—Muéstrame —volvió a extender la mano Lug.
Esta vez, Cormac accedió. Acercó la silla y se sentó, tomando la mano de Lug:
—Cierra los ojos —le advirtió.
Lug obedeció.
***
—¡Margaret! —la llamó Cormac, al entrar en su modesta vivienda en Cambria, en las afueras de la prestigiosa universidad donde asistía.
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Editado: 19.02.2021