La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE III: BAJO INSTRUCCIÓN - CAPÍTULO 39

—Hermano Bernard —hizo una genuflexión un monje parado junto a una puerta en la que Cormac se detuvo—, bienvenido.

—Gracias, hermano Hernando —le tocó la cabeza Cormac.

El hermano Hernando se puso de pie y continuó:

—La caldera está encendida y la bañera está llenándose con agua caliente. Ya envié también un mensaje a la carpintería para que le traigan una cama doble —miró de soslayo a Lug, parado más atrás, en silencio y con la cabeza gacha.

—No requiero una cama doble, solo una cama simple extra, hermano —le aclaró Cormac, un tanto incómodo.

—Por supuesto, hermano, mil disculpas por la presunción —hizo una reverencia Hernando.

—No hay problema, vete en paz —le respondió Cormac.

Hernando se alejó por el pasillo y Cormac abrió la puerta de la habitación. Lug lo siguió adentro y la cerró tras de sí. La habitación era amplia y lujosa, con muebles de madera lustrada y amplios ventanales con cortinas blancas. Había anaqueles con libros bien cuidados y soportes de madera donde descansaban pergaminos y mapas. Junto a la ventana, había una robusta mesa con dos sillas. A la derecha, había una cama con sábanas limpias recién puestas. Detrás de una cortina que dividía una parte del cuarto, se escuchaba agua corriendo: la bañera llenándose. Cormac descorrió la cortina, se inclinó y cerró el grifo, metiendo luego la mano en el agua para comprobar su temperatura.

—Agua corriente y caliente —sonrió Cormac—, un lujo que ni siquiera Ariosto tiene en su palacio.

—Algo me dice que tampoco lo tienen los otros monjes de la abadía —retrucó Lug—. ¿Por qué tienes tantos privilegios en este lugar?

—Porque me los he ganado —contestó el otro.

—¿Cómo?

—¿Por qué no usas tú el agua antes de que se enfríe? —cambió de tema Cormac—. Sería una lástima que…

—Entiendo que estás muy a gusto en este lugar —lo cortó Lug—, pero te recuerdo que yo no lo estoy, y menos con esas amenazas de meterme en una celda aislada y oscura.

—Ya te dije que no te preocupes por eso. No dejaré que nadie te envíe a las cámaras de privación.

—Sí, también me gustaría saber por qué Garret cambió de actitud tan rápido cuando le dijiste que yo estaba bajo tu instrucción. ¿Qué significa exactamente eso?

—No tiene importancia —se evadió Cormac.

—Dímelo —lo presionó Lug.

—No va a gustarte —apartó la mirada Cormac, avergonzado.

—Eso ya me lo imaginaba. Dímelo —insistió.

Cormac suspiró:

—Significa que eres mi amante.

—¡¿Qué?!

—Presentarte como mi amante es lo más seguro para que nadie te cuestione ni te fuerce a hacer nada sin mi consentimiento —trató de explicar Cormac.

—Cormac —lo tomó Lug del cuello—, mi paciencia se acabó, no más evasiones. Dime lo que estamos haciendo aquí.

—De acuerdo. Siéntate, por favor —lo invitó Cormac, señalando una de las sillas junto a la mesa.

Lug accedió, soltándole el cuello y sentándose. Cormac hizo lo propio en la otra silla y extendió su mano hacia Lug a través de la mesa.

—¿Qué vas a mostrarme? —preguntó Lug.

—Lo que has querido ver desde que llegaste —respondió el otro.

Lug respiró hondo y tomó la mano de Cormac.

 

***

—¡Déjenme pasar, maldita sea! —gritó Cormac, empujando las lanzas cruzadas de los guardias que le bloqueaban la puerta que daba a la recámara de la reina consorte.

Otros dos guardias llegaron corriendo por la galería oeste del palacio de Marakar y tomaron a Cormac de los brazos.

—¡Sáquenme las manos de encima! —bramó Cormac—. ¡Debo ver a la reina!

—¿De dónde salió este vagabundo? ¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó uno de los guardias que jadeaba por el esfuerzo de sostener al furioso Cormac.

—¡No soy ningún vagabundo! —protestó Cormac.

Las puertas de la recámara se abrieron y apareció una mujer vestida de negro, de aspecto severo:

—Suéltenlo —les ordenó la mujer a los guardias.

Los guardias obedecieron.

—¿Es usted Bernard de Migliana? —preguntó la mujer a Cormac.

—Sí, señora —se reacomodó la ropa Cormac, pasándose la mano por el cabello para ponerse presentable después del forcejeo.

—Su majestad ha decidido verlo —dijo la mujer con frialdad.

—Gracias —hizo una inclinación de cabeza Cormac.

—Sígame.

Cormac obedeció de inmediato y siguió a la mujer, cruzando la puerta de la recámara, que los guardias cerraron tras él. La habitación estaba vacía, y Cormac vio que había otra puerta al fondo. Cuando amagó a ir hacia ella, la mujer lo detuvo:

—Debe esperar aquí —le indicó.




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