La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE III: BAJO INSTRUCCIÓN - CAPÍTULO 42

Mientras el ritual de Vísperas continuaba sin más exabruptos de su parte, Lug decidió que debía aprovechar la oportunidad para estudiar de cerca al abad, que claramente estaba a cargo de esta secta. Físicamente, el abad parecía un hombre normal de unos sesenta años, con cabello entrecano y ojos azules. Su rostro era sereno pero alerta y sus movimientos eran fluidos y tranquilos, como si hubiera nacido para su función y la realizara con total naturalidad. Lug miró en derredor a los sumisos monjes y se preguntó si el abad estaba ejerciendo algún tipo de control mental activo sobre ellos. Cerró los ojos y enfocó los patrones mentales del abad para investigar su hipótesis. De inmediato, el abad detuvo sus recitaciones y Lug notó que levantaba una barrera mental contra su intrusión casi sin esfuerzo. Lug se retiró de la mente del abad enseguida al verse descubierto, y éste volvió a sus oraciones como si nada hubiera pasado.

El resto de la liturgia se llevó a cabo con normalidad, y cuando finalizó, los monjes abandonaron el templo en procesión. Ya afuera, muchos saludaron cálidamente a Cormac, mientras Lug permanecía alejado, en silencio y con el rostro cuidadosamente oculto. Nadie vino a preguntarle nada ni a saludarlo personalmente. Parecía ser que su condición de penitente bajo instrucción era suficiente para que nadie se le acercara ni intentara interactuar con él. Eso alivió enormemente a Lug. También fue conveniente que el abad no se uniera a la bienvenida.

Cormac se despidió de sus amigos monjes con la promesa de contarles todo sobre sus aventuras en su larga ausencia durante la cena. Por un momento, se había olvidado de todo y se había sentido de nuevo como en casa, como tantos años atrás. Sin embargo, al ver a Lug parado en un rincón del patio, se dio cuenta de que no iba a poder dilatar mucho más las incómodas explicaciones que le debía al Señor de la Luz. Suspirando con resignación, se acercó al aislado Lug:

—Vamos —le dijo.

—Ya era hora —le gruñó el otro por lo bajo.

Los dos se alejaron del templo y volvieron a la habitación de Cormac. Durante el camino, varios monjes observaron con asombro cómo el penitente Miguel tironeaba sin piedad al hermano Bernard por los pasillos, quien se dejaba hacer sin protestar. Al llegar a la habitación, Lug cerró la puerta bruscamente y se quitó la capucha:

—Muy bien, habla de una vez, explícate —le exigió a Cormac.

—No es lo que crees, esto no es como la Nueva Religión.

—Tú eres el artífice de todo esto, ¿no es así? Les contaste historias sobre mí y les pintaste un lindo retrato para adorar.

—No, Lug, la pintura ya estaba en el templo cuando llegué aquí hace veinte años. Me sorprendió tanto a mí como a ti hoy, especialmente porque esa es exactamente la pintura que Marga vio en su visión, la que yo reproduje en una versión más pequeña y que luego me fue robada.

—¿Esa es la pintura que provocó el desvío de la línea de tiempo que obligó a Marga a huir embarazada? —inquirió Lug.

—Exactamente —confirmó Cormac.

—¿De dónde la sacaron? ¿Quién la pintó?

—El abad.

—¿Cómo llegó mi imagen al abad?

—Le vino en sueños.

—Sueños que tú confirmaste, imagino —le reprochó Lug—. Por eso te llaman el “Heraldo”, por eso te ganaste un puesto de privilegio en esta comunidad, suministrando información sobre mí.

—Yo no estaba bien, Lug. Debes entender que encontré solaz hablando de ti, trayendo esperanza a este mundo dividido y en guerra, ayudando a esta gente a tener fe en el prospecto de un mundo mejor a través de tu persona.

—Creaste una ilusión, una mentira.

—Ellos ya creían en ti desde antes, yo solo di un poco de substancia a una imagen que ellos no entendían.

—Ya veo, no creaste la ilusión, solo la alimentaste —le gruñó Lug—. Te desconozco, Cormac, nunca pensé que serías capaz de una traición como esta. ¿Cómo pudiste engañarlos de esta forma en mi nombre?

—No los estaba engañando, no realmente —meneó la cabeza Cormac—. Después de todo, estás aquí, y estás en una misión que…

—¡Ya basta, Cormac! —lo agarró del cuello Lug—. ¡Lo que has hecho es imperdonable! ¡No trates de justificarte! —le gritó con furia.

Cormac se arrojó al suelo de rodillas:

—Perdóname, Lug, perdóname —le rogó con la frente apoyada en el piso.

—¡Lo último que me faltaba! ¡Tenerte a ti de rodillas ante mí! ¿Qué te hicieron en este lugar, Cormac? ¿Cómo te lavaron el cerebro? ¿Fue en esas malditas cámaras oscuras de tortura?

—No, Lug, te juro que… —sollozó Cormac.

—¡Levántate y deja de lloriquear! ¡Maldita sea! —le gritó Lug, tomándolo de un brazo y tirándolo hacia arriba.

Cuando Cormac se calmó un poco, Lug lo tomó de los hombros y lo miró directo a los ojos:

—Ahora, explícame la relación entre toda esta locura y el plan de Sabrina —le pidió Lug.

Cormac asintió con la cabeza, recuperando la compostura, pero cuando se dispuso a hablar, alguien golpeó con fuerza la puerta.

—Tus hermanos son de lo más inoportunos —gruñó Lug, subiéndose la capucha sin que Cormac tuviera que recordárselo.




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