—Bien, ya están aquí —dijo Stefan, paseando la mirada por los otros dos magos sentados en lados opuestos de la mesa negra y rectangular.
—Tus amenazas, como siempre, son efectivas —respondió Zoltan, Mago Mayor de Marakar—, y nos han traído aquí hoy en contra de nuestra voluntad.
—“Los hombres sirven sin condición a dos amos: el miedo y el dolor” —recitó Stefan—. No recuerdo bien quién lo dijo.
—Von Haussen —respondió el otro mago, cuyo nombre era Nicodemus y cuya esfera de influencia era Istruna.
—Gracias, Nicodemus, siempre se puede contar con tu exquisita educación —sonrió falsamente Stefan, sentándose a la mesa.
—¿Para qué nos convocaste? ¿Estás pensando en romper nuestro acuerdo de no agresión? —jugueteó Zoltan nerviosamente con una amatista en bruto que colgaba de su cuello con una cadena de plata. Se sentía desprotegido sin sus dagas mágicas.
Nicodemus también tenía un colgante similar. La función de la amatista era la de protegerse de intrusiones mágicas indeseadas, en otras palabras, de las conocidas invasiones de Stefan. Stefan no necesitaba de amatistas, Zoltan y Nicodemus no eran una amenaza para él.
—Tranquilos —levantó las manos Stefan—. Estamos en un lugar neutral, sagrado, y ni siquiera yo soy tan inescrupuloso como para violar eso.
Zoltan hizo un gesto de descreimiento y Nicodemus resopló con sorna, desviando la mirada al techo. En efecto, la forzada reunión se estaba llevando a cabo en la ignota isla de Sorventus, que no pertenecía a ninguno de los tres reinos de Ingra y había sido constituida como refugio neutral. Pero ni Zoltan ni Nicodemus creían en las promesas de respeto a la regla de no usar magia por parte de Stefan, quien era bien conocido por infringir todas las reglas, incluso las más sagradas. El recinto donde se encontraban ahora era parte de una construcción antigua, una especie de templo cerrado con paredes altas y blancas, que a pesar de los años, no se habían deteriorado. El techo era abovedado, con una cúpula central que se elevaba a una altura que desafiaba las leyes de la física y la arquitectura conocidas en Ingra. Nadie sabía quiénes habían diseñado y construido aquel lugar, pero el hecho de que la estructura o tal vez los materiales utilizados parecían inhibir casi completamente las energías mágicas, lo hacían perfecto para servir como amparo protegido para negociaciones entre magos enemigos como ellos tres.
—Tenemos que tratar un tema importante para el futuro de Ingra —anunció Stefan.
—Si es tan importante, ¿por qué no está Yanis aquí? —inquirió Nicodemus, señalando la silla vacía a su derecha.
—Yanis decidió exiliarse de los asuntos de Ingra hace mucho tiempo —respondió Stefan—, por lo que el tema que debemos tratar no le concierne.
—Lo que quieres decir es que Yanis no sirve a tus propósitos y por eso no recibió invitación —le espetó Nicodemus.
—Aun si lo hubiese invitado, no habría obtenido respuesta de él —se encogió de hombros Stefan.
—Al menos, su indiferencia lo mantiene lejos de tus garras —dijo Nicodemus con un gesto de disgusto hacia Stefan.
—Abdicar al poder de la magia fue su boleto de salida de nuestro eterno conflicto, es verdad —admitió Stefan—. Si ustedes hubiesen sido tan desinteresados y complacientes, no estaríamos aquí hoy.
—¿Para qué nos reuniste aquí? —inquirió Zoltan, cansado de digresiones inútiles.
—Tenemos que hablar de la Reina de Obsidiana —dijo Stefan, observando cuidadosamente la reacción de los otros dos.
Zoltan y Nicodemus cruzaron una mirada silenciosa.
—¿Qué hay con ella? ¿Qué tenemos que ver nosotros con una profecía vaga y poco creíble? —preguntó Nicodemus, encogiéndose inocentemente de hombros.
—Buen intento —mostró los dientes Stefan en una amenazante sonrisa que daba escalofríos—. ¿Acaso piensan que sus torpes planes escapan a mi conocimiento?
Ninguno de los otros dos contestó.
—¿Casar a Sabrina con Gaspar Novera y lograr una alianza política entre Marakar e Istruna? ¿Pensaron que yo creería que eso fue idea de Ariosto?
—Si te preocupa que Nicodemus y yo nos hayamos aliado contra ti… —comenzó Zoltan.
—¿Preocuparme? —lo cortó Stefan—. No, no me preocupa en lo más mínimo, puesto que esa alianza estaba destinada a fracasar desde el principio —y luego a Nicodemus: —¿Sabías que Zoltan te traicionó?
—¿De qué hablas? —inquirió el mago de Istruna.
—De que mandó a los soldados de Marakar a matar a la princesa en vez de capturarla —contestó el otro.
—¡Eso es una infamia! ¡Una mentira! —gritó Zoltan, dando un puñetazo en la mesa—. ¿Por qué querría matarla?
—Porque al ver que no ibas a poder controlarla, preferiste sacarla del camino antes de arriesgarte a que Nicodemus la pusiera bajo su influencia en Istruna —respondió Stefan con total calma, ignorando la vehemencia de Zoltan.
—¿Es eso cierto? —cuestionó Nicodemus a Zoltan.
—¡Por supuesto que no! ¡Teníamos un trato y estaba dispuesto a respetarlo! —se defendió Zoltan—. Es Stefan el que mandó a un grupo comando para secuestrarla, haciéndole creer que la estaban ayudando. Es él el que la tiene en su poder.