La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE IV: BAJO INFLUENCIA - CAPÍTULO 53

Cuando Liam despertó, se encontró con que estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada sobre una pared de roca. Por un momento, pensó que estaba de vuelta en la celda, pero luego se dio cuenta de que estaba en una cueva. A unos metros de él, había una pequeña fogata que ardía débilmente y no ayudaba mucho a calentar el frío lugar. Hacia su derecha, vio al hombre que lo había sacado de la celda. Estaba parado de espaldas a él en la entrada de la cueva, mirando hacia afuera con atención. Un viento helado ululaba en las montañas y la nieve volaba en una furiosa ventisca que no permitía ver mucho.

Liam intentó moverse y se dio cuenta de que sus tobillos estaban fuertemente atados con una correa de cuero.

—Es por tu bien —se volvió el hombre hacia él al escucharlo forcejear.

Esa voz… Liam la había escuchado antes.

El hombre fue hasta un rincón donde descansaba una bolsa de cuero. La abrió y extrajo un estuche del que sacó un pequeño frasco de vidrio tapado con un corcho. Se acercó a Liam, quien automáticamente se aplastó contra la roca con temor, haciendo una mueca de dolor cuando su brazo herido rozó la piedra. El hombre se acuclilló frente a él, sacó el corcho del frasco y lo acercó a los labios de Liam para darle a beber el brebaje que contenía.

—Por tu bien —le dijo el hombre, animándolo a beber.

Liam miró el frasco con desconfianza. Sus ojos se abrieron llenos de terror cuando vio la cicatriz en forma de media luna en la mano del hombre: ¡Orsi! Reaccionó de inmediato, empujando de un manotazo el frasco que se estrelló contra una roca, rompiéndose en mil pedazos y derramando su contenido por completo en el suelo de la cueva. Orsi dio un grito feroz de frustración:

—Eso fue estúpido, muchacho —le gruñó—. Ese era el único frasco de antídoto que me quedaba.

—¿Qué?

—Era para contrarrestar los vestigios de veneno que todavía están en tu cuerpo —le explicó—. ¿Crees que tengo ganas de arrastrarte el resto del camino por las montañas?

—¿Qué es esto? ¿Qué clase de tortura nueva es esta? —inquirió Liam, confundido.

—¿Tienes el cerebro tan destrozado como para no darte cuenta de que estoy ayudándote a escapar?

—¿Tú? ¿Por qué?

—Tengo mis razones —eludió el otro la respuesta.

—No. Esto es un truco, una prueba —dijo Liam—, una prueba de lealtad. Stefan quiere ver si soy capaz de traicionarlo —forcejeó otra vez con las piernas, tratando de liberar sus pies—. Tengo que volver.

Orsi suspiró:

—Deja de decir tonterías a menos que quieras que te golpee otra vez —lo amenazó—. Y quédate quieto, conserva tus fuerzas —le advirtió.

Liam obedeció. Orsi revolvió otra vez su bolsa de cuero y sacó un puñado de nueces. Las abrió golpeándolas con un trozo de roca y luego se acercó a Liam. Le abrió la mano bruscamente y le depositó las nueces en la palma:

—Sé que no parece mucho —dijo Orsi—, pero son nueces rojas, suplirán tus necesidades de alimento por un tiempo y te ayudarán a mantener a raya el veneno.

Liam observó los rojos frutos secos en su mano con desconfianza, sin intenciones de llevárselos a la boca. Al ver esto, Orsi suspiró, tomó una de las nueces de la mano del muchacho y se la comió:

—No te estoy engañando, muchacho —le dijo—. Come —lo animó—, te harán sentir mejor —prometió.

Liam se puso una de las nueces en la boca y la masticó despacio. El sabor era amargo pero tolerable. Cuando vio que no sufría efectos adversos inmediatos, devoró el resto y lamentó que no hubiera más. Estaba famélico. Orsi le alcanzó una cantimplora y Liam bebió con avidez. Su sed superaba en mucho su prudencia y no cuestionó el contenido de la cantimplora. Para su tranquilidad, resultó ser solo agua.

Orsi tomó el manto de lana que le había proporcionado a Liam y lo extendió en el suelo. Luego lo ayudó a recostarse boca arriba en una posición que mantenía el brazo herido en relajación y le dijo:

—Trata de dormir. Nos espera un camino largo y difícil. Aprovecha a descansar mientras esperamos a que pase esta ventisca.

—Si es cierto que estás ayudándome, podrías desatarme los tobillos, ¿no? —protestó Liam.

—Cuando se te pasen las ganas de volver corriendo a la torre, lo haré —le contestó el otro.

Liam no contestó. Cerró los ojos y disfrutó el poder estar acostado. Aun aquel piso duro y el frío inclemente de la montaña le parecían contratiempos insignificantes al lado del placer de poder por fin cambiar de posición su cuerpo. El sueño llegó pronto, y Liam no hizo nada para resistirlo.




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