La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE V: BAJO ENGAÑO - CAPÍTULO 66

Calpar profirió un gruñido y se llevó las manos a la cabeza que se le partía. Escuchó el tintinear de las cadenas y abrió los ojos para descubrir que sus muñecas estaban restringidas con grilletes de hierro unidos con una cadena corta. ¿Qué…? Tironeó y descubrió que la cadena corta estaba unida por una mucho más larga a una argolla empotrada en el piso. ¿Dónde estaba? Lo último que recordaba era haber estado en la posada el Tambor de Racuna en Sansovino, cenando tranquilamente en el comedor y charlando amigablemente con un parlanchín mercader que se había invitado a su mesa. Normalmente, habría preferido comer solo, pero el mercader había probado ser una útil fuente de información sobre el estado de las cosas en Sansovino y los caminos y pueblos aledaños, por lo que Calpar había sufrido su interminable cháchara con gran paciencia. El dueño de la taberna le había dado un mensaje de Cormac, escrito en el lenguaje de Yarcon, en el cual le pedía que lo esperara allí hasta que regresara con Lug desde Everstone para decidir cuáles serían los pasos por seguir. A pesar de que no había reproches en la carta, Calpar sabía que tanto Cormac como Lug debían estar furiosos con él por haber dejado cruzar a Dana sin él en Caer Dunair.

—Ya era hora —escuchó Calpar una conocida voz.

Se incorporó y vio a su amigo el mercader, igualmente encadenado del otro lado de la oscura celda.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estamos? —preguntó el Caballero Negro con una mueca de dolor, su cabeza parecía a punto de explotar.

—¿No recuerdas nada? —inquirió el mercader, su nombre era Paulo.

—Recuerdo haber estado cenando contigo en el Tambor de Racuna… —comenzó Calpar.

—Parece que la cerveza de Gregorio es más fuerte de lo que estás acostumbrado, amigo —dijo el otro—. ¿En serio no recuerdas lo que hiciste cuando esos soldados entraron en la taberna?

—¿Qué soldados?

—Estabas fuera de ti, los insultaste, los provocaste más allá de lo tolerable.

—¿Por qué haría algo tan estúpido? —planteó Calpar.

—Sí, a mí también me gustaría saberlo —gruñó el mercader—. Traté de detenerte, traté de hacerte entrar en razón, y eso me ganó una acusación de complicidad. Y entonces, aquí estamos —levantó sus grilletes y suspiró con resignación.

—¿Dónde estamos exactamente? No sabía que había mazmorras en Sansovino.

—No las hay. Estamos en Sefinam.

—Sefinam… —repitió Calpar, preocupado.

Sefinam estaba a varios kilómetros al sur de Sansovino. Era una ciudad fortificada en la costa, a la altura del archipiélago sur. Durante la Gran Purga, Sefinam había sido uno de los centros de tortura y ejecución más famosos de Agrimar por sus creativas formas de infligir dolor y horror en los prisioneros.

—La acusación es de espionaje —dijo Paulo—. ¿Sabes lo que eso significa?

—Sentencia de muerte —asintió Calpar.

—No sin previo interrogatorio, me temo —suspiró el mercader.

—Lamento que hayas caído junto conmigo, Paulo. Les diré que tú no tienes nada que ver, que deben dejarte en libertad.

Paulo rió amargamente ante la ingenuidad del Caballero Negro:

—No —dijo—, si quieres hacerme un favor, enrolla esta cadena en mi cuello y mátame antes de que me torturen. No tengo las agallas para suicidarme, pero tú pareces un hombre lo suficientemente duro como para hacerlo por mí.

—Paulo, no… —meneó la cabeza Calpar.

—Al menos me debes eso, después de haberme arrastrado en esta locura —insistió el mercader.

—Lo siento —bajó la cabeza Calpar—. Todavía no entiendo… aun ebrio… ¿cómo pude ser tan necio como para provocar a soldados de Agrimar?

—Bueno… la verdad es que no fuiste tú el que empezó el asunto. Fueron ellos los que se acercaron a nuestra mesa. Querían requisar una carta que tenías en tu posesión, una que te había entregado Gregorio. Ya sabes, Gregorio es un hombre moderadamente confiable, pero si se trata de resguardar su cuello, venderá hasta a su propia madre.

—¿Qué pasó después?

—Tú dudaste un momento, pero luego les diste la carta sin protestar. A los soldados les llamó la atención que la entregaras tan fácilmente, pero luego comprendieron por qué: estaba en un idioma desconocido para ellos y no podían leerla. Te pidieron que la tradujeras y te negaste. Te amenazaron, pero no te amedrentaste. Les dijiste que, si ellos eran torpes e ignorantes, no era tu culpa. Les sugeriste que la carrera militar debería incluir el estudio de lenguas extranjeras, si es que el cerebro de un soldado daba para eso.

Calpar gruñó por lo bajo. Estando ebrio, era posible que hubiera hecho esas observaciones provocativas.

—Traté de intervenir, de apaciguar la ira de los soldados, pero…

—Gracias, Paulo —dijo Calpar—, fue muy noble tratar de salvarme de mi propia estupidez, aunque imprudente.

—Más que imprudente, fue idiota —se lamentó Paulo—. Creo que aun sin los insultos de tu parte, hubiésemos terminado igual en esta celda —suspiró con resignación—. Esa carta parecía ser muy importante para ellos. Tal vez el servicio secreto de Rinaldo te venía siguiendo desde antes, porque parecían saber cosas de ti.




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