A la mañana siguiente, Calpar despertó para encontrarse con la dura mirada de la bruja, que lo escudriñaba desde la única silla en la estancia. Se revolvió un tanto inquieto, acomodándose el pelo y tratando de desarrugar su ropa.
—Buenos días —dijo la bruja.
—Buenos días —respondió Calpar, poniéndose de pie.
—Hay té caliente —señaló ella la mesa.
—Gracias —hizo una inclinación de cabeza él.
—Ahhh —se desperezó Liderman junto a la chimenea—. Hacía tiempo que no dormía bajo un techo de verdad. Gracias por acogernos —le sonrió a la mujer.
Ella no contestó.
—¿Cómo amaneció Paulo? —preguntó Calpar.
—Estupendamente —respondió el aludido desde la cama.
Calpar se volvió hacia él al escuchar su voz:
—Te ves bien —asintió Calpar—. Creo que es hora de partir.
—Las heridas de Paulo no han sanado del todo todavía —dijo la bruja—. No es conveniente moverlo por ahora.
—Eso es mentira —le retrucó Calpar.
—¡Myr! —lo reprendió Liderman.
—Sus heridas ya no existen —siguió Calpar sin hacer caso a las protestas de Liderman—. Paulo está perfectamente y es hora de irnos —insistió.
—¿Y a dónde quiere ir con tanta premura? —preguntó la mujer.
—Debo volver a Sansovino —respondió Calpar.
—Ya te dije que eso era mala idea, Myr —trató de disuadirlo Liderman.
—Debo advertir a mis amigos, debo reunirme con ellos.
—Cálmate, Myr —le dijo Paulo desde la cama—. Harris tocará puerto recién dentro de diez días. Tenemos tiempo.
Calpar suspiró. No le gustaba aquella situación. No le gustaba estar en la casa de aquella misteriosa bruja, y sabía que Paulo y Liderman le ocultaban algo, algo importante.
La sanadora se levantó de la silla y fue hasta Paulo. Le sacó la venda de la cabeza, revelando que las palabras de Calpar habían sido ciertas: no había rastros de la seria herida en el ojo izquierdo del mercader.
—¡Guau! ¡Es un milagro! —exclamó Liderman, fingiendo sorpresa.
—Ya basta, Liderman —lo reprendió la mujer—. No más engaños. Es hora de que el Caballero Negro sepa por qué está aquí.
—Soy todo oídos —dijo Calpar con el rostro serio.
—Primero, comencemos por las presentaciones: mi nombre es Kalinda, mi nombre verdadero, por cierto —dijo la bruja—. Y este es Orel —señaló a Paulo.
—¿Y él? —señaló Calpar a Liderman.
—Franco Liderman —respondió el comerciante—. Soy el único que no necesita un alias, y debo agregar que en verdad soy un mercader de vinos y el único humano de los tres.
—Eres el único que no me mintió. Gracias —le dijo Calpar.
Liderman respondió con una inclinación de cabeza y se volvió hacia Kalinda:
—Esperaré afuera. Sé que tienen asuntos importantes que tratar.
—Quédate, Franco —le pidió Kalinda—. No se dirá nada aquí que tú ya no sepas.
Liderman se encogió de hombros. Presentía que Kalinda le había pedido que se quedara para ayudar a convencer a Myr, en caso de que el Caballero Negro los mandara a los dos al diablo y siguiera empeñado en retornar a Sansovino.
—Si ustedes dos no son humanos, ¿qué son exactamente? —preguntó Calpar con los ojos entrecerrados por la desconfianza.
La bruja extendió unas mantas en el suelo:
—¿Por qué no nos ponemos más cómodos? —invitó a los demás a sentarse en el suelo junto a ella—. Responderemos a esa y a todas tus preguntas, Myr —lo tuteó con una sonrisa.
—Eso espero —contestó Calpar sin devolver la sonrisa, pero aceptando la invitación a sentarse.
Cuando todos estuvieron sentados en círculo sobre el suelo, frente a la chimenea, Kalinda comenzó:
—¿Qué sabes sobre la historia de Ingra, Myr, sobre sus orígenes?
—No hay mucho para saber —se encogió de hombros Calpar—. Toda la historia relata solo los hechos de los últimos quinientos años y no parece haber nada antes de eso, lo cual, desde luego, no es posible. Hay una parte oculta que ha sido deliberadamente bloqueada, según mi opinión, aunque no sé por quiénes ni por qué.
—Bueno, déjame desvelar esa cuestión para ti —respondió Kalinda—. Los habitantes originales de Ingra no eran humanos. Cuando ellos llegaron, hace dos mil quinientos años, Ingra estaba poblado por los de nuestra raza, los sylvanos, que más tarde fueron llamados druidas. Nuestra gente había vivido en paz durante milenios en el continente y en las islas, especialmente en zonas boscosas que son nuestras favoritas. Aunque nuestro exterior se asemeja mucho al de los humanos, nuestra genética es diferente en algunos aspectos fundamentales, como por ejemplo nuestra extrema longevidad y nuestras habilidades especiales, que los humanos de este mundo conocen como “magia”. Cuando los humanos llegaron, los tratamos como hermanos, los recibimos en nuestro mundo y estábamos muy entusiasmados con la introducción de una nueva raza en Ingra. La diversidad es siempre productiva. Pronto, nos percatamos de sus falencias e intentamos subsanarlas. Muchos de ellos mostraron capacidades para desarrollar habilidades similares a las nuestras y comenzamos a enseñarles. Su mentalidad convertía siempre todo lo simple en complicado, y trataban de doblegar sus poderes a una lógica que pudieran entender. Es por eso por lo que desarrollaron formas de magia que necesitaban del recitado de fórmulas específicas, encantamientos con instrumentos de poder e interpretaciones racionales de los fenómenos que no necesitan explicación alguna para los nuestros. Eso no nos molestaba y dejamos que ellos desarrollaran sus habilidades de la forma más conveniente para su propia mentalidad y constitución física.
—¿Qué fue lo que salió mal? —preguntó Calpar, adivinando que la historia iba a dar un giro oscuro.
—No nos dimos cuenta de que los humanos eran dominados por una concepción del poder diferente a la nuestra —suspiró Kalinda—. Para nosotros, el poder está en todo y en todos y nadie se siente amenazado por ello. Para ellos, el poder es solo valioso si lo poseen unos pocos y lo usan para sobresalir sobre los demás y dominarlos. La competencia está programada en sus genes, necesitan siempre pelear para sobrevivir y eso los mantiene en eterno conflicto. En cuanto comprendieron las ventajas que algunos obtenían con nuestras enseñanzas, lo primero que decidieron fue restringir el acceso a ellas.
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Editado: 19.02.2021