Ileanrod recorrió con la mirada las decenas de cristales en las estanterías que forraban la pared de la oficina en la Torre Negra. La colección de Stefan era muy completa y variada. Había incluso piedras que Ileanrod nunca había visto y eso era mucho decir, pues el Ovate era un experto en minerales.
La puerta de la oficina se abrió, interrumpiendo el escrutinio del Ovate. Una mujer delgada, vestida con una túnica blanca, entró con el rostro preocupado.
—¿Y? —preguntó Ileanrod con ansiedad.
—Logré acomodar sus tripas y cerrar la herida, pero perdió mucha sangre —contestó la mujer.
—¿Pero está vivo?
—Apenas. Necesita una transfusión. Puedo ir hasta Nadur y encontrar algún donante compatible.
—No habrá transfusión —la cortó Ileanrod, terminante—. ¿Está consciente? ¿Está lúcido?
—Está sedado —respondió ella.
—Despiértalo. Necesito interrogarlo —le ordenó él.
—Si lo despierto, el dolor será terrible —le advirtió ella.
—Bien —asintió él—, eso me resulta conveniente en estas circunstancias.
Ella meneó la cabeza, suspirando, pero no manifestó en voz alta su disconformidad. No le gustaba que sus pacientes fueran maltratados. Trabajar para el Ovate era muy frustrante para ella, pues la mayoría de las veces, él solo le pedía que pervirtiera sus habilidades sanadoras para fines dudosos y secretos, o le daba casos sin remedio como el del pobre monje en estado vegetativo en Cambria, por el que no había podido hacer nada. Irina era una sanadora eximia, pero hasta ella tenía sus límites. Había considerado varias veces abandonar el servicio al Ovate, pero para estas alturas ya había visto mucho y sabía demasiado. Ileanrod había dejado en claro que la única forma de renunciar a su facción era por medio de la muerte. Irina sabía de sobra que no había lugar en Ingra a donde huir y esconderse de alguien tan poderoso como Ileanrod, así que solo continuaba trabajando con resignación a su lado.
Ileanrod e Irina abandonaron la oficina y bajaron hasta las mazmorras oscuras de la Torre. Ella iba adelante y fue la que abrió la pesada puerta de la celda. El olor de la sangre que emanaba del enorme charco en medio del piso de piedra los invadió de inmediato. A unos metros, cerca de la pared, había un bulto envuelto en mantas. Del bulto, emergía una mano rodeada con un grillete encadenado a una argolla de hierro en la pared.
—Este lugar no es propicio para su recuperación —manifestó Irina—. Necesita aire limpio, menos humedad y más calor —indicó—. ¿Y podrías sacarle ese maldito grillete? No es necesario, en su estado, no va a ir a ningún lado.
—Se quedará donde está y como está —sentenció Ileanrod—. ¿Por qué no lo rodeaste con los cristales como te dije? —le reprochó.
—No podía trabajar sobre él con los cristales inhibiéndome —protestó ella—, y como ya dije, no tiene fuerzas para invocar ningún encantamiento.
—Espero que tenga fuerzas para hablar —retrucó él.
—Si lo dejaras descansar…
—No tengo tiempo para que descanse o se recupere del todo, Irina —resopló Ileanrod, exasperado—. Solo despiértalo y déjame solo con él.
—Como quieras —bajó ella la cabeza con resignación.
La sanadora se acercó al herido y le tocó la frente con un dedo. El mago reaccionó con un espasmo que lo convulsionó bajo las mantas. Profirió un gemido lastimero, respirando con dificultad y tironeó instintivamente de la cadena que mantenía su muñeca sujeta a la pared. Asomó la cabeza entre las mantas y vio la sombra de alguien que se inclinaba sobre él:
—Tenemos que hablar, Stefan —dijo la sombra.
Stefan pestañeó varias veces, desconcertado:
—¿Nicodemus? —gimió con un hilo de voz—. ¿Cómo…?
—A pesar de la alianza que hiciste con Zoltan y conmigo, decidiste lidiar con Lug por tu cuenta —le reprochó Ileanrod—. ¿Eres estúpido? ¿En qué estabas pensando?
—Se… se dio de forma inesperada —tartamudeó Stefan, le costaba hablar.
—Un Mago Mayor debe planear sus estrategias y no dejarse sorprender, y menos en estos tiempos —le reprochó el otro—. Me debes la vida, Stefan.
—Gracias —gimió el mago con un hilo de voz.
Stefan estuvo a punto de preguntarle a su colega por qué estaba encadenado a la pared, pero el otro no le dio tiempo:
—Stefan, necesito que me hables de Lug, dime todo lo que sabes sobre él. No podemos arriesgarnos a que nos supere como lo hizo contigo —lo conminó—. ¿Cómo logró acercarse a ti para destriparte de esa forma?
—No fue él, fue mi prisionero —articuló Stefan, tosiendo y temblando—. Subestimé mi dominio sobre él. Al parecer, no es tan ordinario como yo creía.
—¿El agente de Lug es un mago también? —frunció el ceño Ileanrod.
—No estoy seguro, pero creo que tiene algún poder. Debí sospecharlo cuando sobrevivió a cinco sesiones —respondió Stefan.
—¿Y Lug? ¿Qué poderes tiene? ¿Cómo podemos anularlo?
—La única forma de anularlo es mantenerlo inconsciente —dijo Stefan, haciendo una mueca de dolor y llevando su mano al abdomen—. Tiene un increíble dominio sobre su propio cuerpo. Expulsó mis elixires de su organismo solo con la fuerza de su voluntad. Lo contuve físicamente y usé un círculo de cristales para reducir su influencia energética. Eso pareció funcionar bastante bien, pero no sé si estaba contenido o solo fingía que lo estaba. Cometí el error de tratar de interrogarlo frente a su agente.
—¿Influyó sobre él?
—Sí, creo que disparó su liberación de mi dominio.
—¿Cómo?
—Solo con palabras, nada más. Sus palabras son peligrosas.
Ileanrod suspiró, dando golpecitos con el dedo índice de su mano sobre sus labios.
—¿Qué más? ¿Descubriste algún punto débil? —lo interrogó el Ovate.
—Su punto débil es el muchacho —gimió Stefan, agotado por la conversación—. Está dispuesto a sufrir por él.
—¿A morir?
—Tal vez.
—Mhmm —musitó Ileanrod.
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Editado: 19.02.2021