—No, Bernard no puede ser mi padre —negó Sabrina con la cabeza—. Él vino por primera vez a Marakar cuando yo ya tenía cinco años.
—Bernard conoció a tu madre mucho antes de que tú nacieras —explicó Dana—. Apareció cinco años después de tu nacimiento porque fue en ese momento cuando se enteró de que eras su hija.
—¿Mi madre tuvo un amorío a espaldas de Ariosto?
—No, tu madre era la esposa de Bernard antes de conocer a Ariosto. Se embarazó de él y se separaron. Ella se unió a Ariosto ya encinta y le hizo creer que eras hija de él.
—¿Por qué?
—Para que pudieras ser lo que debías ser: la Reina de Obsidiana. ¿Te habló Bernard de la profecía?
—Me la enseñó, sí —dijo Sabrina con la voz apagada, aferrando con fuerza la obsidiana que llevaba colgando del cuello—. No me dijo que era yo, no me dijo…
—No quiso abrumarte —trató de confortarla Dana.
—Pero no tiene sentido —meneó la cabeza la princesa.
—¿Por qué no? —preguntó Bruno.
—La Reina de Obsidiana debe tener el poder de unir toda Ingra bajo su reinado. Para eso, debe desterrar a los magos, aniquilarlos. Yo no tengo ese poder —respondió ella.
—Sí, lo tienes —la contradijo Augusto—, y no es solo porque lo diga una profecía, sino porque puedo sentirlo desde aquí, incluso con la inhibición de la obsidiana que llevas alrededor de tu cuello.
—¿De qué estás hablando? —arrugó el entrecejo Sabrina.
—El colgante, te lo dio Bernard, ¿no es así? —inquirió Augusto.
Ella asintió despacio con la cabeza.
—La obsidiana está absorbiendo tu poder, bloqueándolo —explicó Augusto.
—No, no, Bernard me lo dio para ayudarme con las pesadillas —objetó ella.
—¿Y funcionó? ¿No tuviste más pesadillas? —intervino Dana.
—Las pesadillas menguaron mucho, aunque no desaparecieron del todo —respondió Sabrina.
—Lo que significa que la obsidiana no te anula del todo —concluyó Augusto.
—No entiendo, ¿qué tienen que ver las pesadillas?
—En realidad no son pesadillas —le aclaró Dana—, son premoniciones.
Sabrina guardó silencio y bajó su mirada a la dorada arena. Le costaba aceptarlo, pero en el fondo de su corazón, sabía que le estaban diciendo la verdad. Lo había intuido siempre y se lo había planteado muchas veces a Bernard, pero él siempre encontraba explicaciones lógicas a sus extraños sueños, explicaciones que la tranquilizaban. Él siempre la animaba a olvidar todo el asunto, a descartarlo como meros sueños sin importancia. Y sin embargo… ¿por qué si sus sueños eran irrelevantes él siempre la urgía a escribirlos en aquel cuaderno negro que le había regalado?
—¿Por qué me hizo eso? ¿Por qué coartó mi habilidad de ver el futuro? —levantó la cabeza Sabrina de pronto.
—Quería ayudarte —lo justificó Dana.
—¿Pensó que no podría manejarlo?
—No le preocupaban las premoniciones —aclaró Dana—. Él hubiera podido ayudarte con eso, ya lo había hecho antes con tu madre. A lo que le tenía miedo era a tus otras habilidades.
—¿Qué otras habilidades? —frunció el ceño Sabrina.
—No lo sabemos —respondió Dana—, pues él nunca dejó que se manifestaran en ti.
En un arranque de furia, Sabrina se quitó el colgante y lo arrojó con fuerza a la arena.
—Eso no es prudente, Sabrina —le advirtió Augusto—. Por favor, vuelve a ponértelo.
—¡No! —gritó ella—. ¡Basta de mentiras! ¡Basta de manipulaciones! Nadie tiene derecho a manejar así mi vida, ni siquiera mi padre verdadero.
—Sabrina —intentó Dana—, Bernard no estaba jugando cuando decidió darte ese colgante, por favor…
Bruno fue el más práctico de los tres. En vez de tratar de convencer a la princesa con palabras, simplemente recogió el colgante de la arena y avanzó hacia la chica para ponérselo a la fuerza. Pero eso fue un error. Sabrina dio un grito y alzó las manos para defenderse de Bruno. Bruno nunca llegó siquiera a tocarla. De las palmas de las manos de la chica, surgieron sendas descargas eléctricas descomunales que hicieron volar a Bruno por los aires, azotándolo con fuerza contra el pilar de piedra.
—¡Maldición, Sabrina! —gritó Augusto, corriendo hacia el cuerpo inerte de Bruno.
—¿Está vivo? —preguntó Dana con urgencia.
Sabrina dio dos pasos hacia atrás, observando sus manos con horror. Llorando desconsoladamente, salió corriendo de allí.
—Todavía respira —apoyó su mano Augusto sobre el pecho de Bruno—. Ve tras ella —le dijo a Dana—. Su estado emocional puede provocar una catástrofe. Trata de convencerla, pero ten cuidado, no sabemos hasta dónde llega su poder y obviamente no puede controlarlo.
Dana asintió y recogió la obsidiana de la arena.
—¿Y Bruno? ¿Puedes…? —inquirió ella con preocupación.
—Creo que sí —contestó él.
—Bien —suspiró Dana con alivio y se alejó corriendo por la arena, siguiendo las huellas de Sabrina.
La encontró a menos de medio kilómetro, de rodillas, con las manos sobre el rostro, llorando.
—Sabrina… —la llamó suavemente, guardando cierta distancia.
—No quería matarlo, no quería… —gimoteó ella sin quitar las manos de su rostro.
—Lo sé, querida —trató de consolarla Dana—. No te preocupes, Bruno estará bien. Augusto lo está sanando.
—Soy un monstruo, ¿no es así? Por eso mi padre me puso ese collar, por eso me tenía miedo. ¿Es esa la razón por la que me desterró de su lado, enviándome a este lugar?
—No, cariño —se acercó Dana y se puso en cuclillas junto a ella—. Él quiere lo mejor para ti, por eso nos mandó a llamar desde muy lejos para que viniéramos a protegerte, a ayudarte. Él te preparó en muchas cosas, Sabrina, te dio todo lo que tenía, pero no podía enseñarte a controlar tus habilidades.
—¿Y quién puede enseñarme? —se secó las lágrimas Sabrina, levantando la cabeza—. ¿Ustedes?
—No —respondió Dana—. Bernard cree que encontrarás a tu maestro en Arundel.
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Editado: 19.02.2021