La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE VI: BAJO AMENAZA - CAPÍTULO 79

—Toma un poco más de agua —le acercó la cantimplora Augusto a Bruno.

Bruno se incorporó sobre un codo con cierto esfuerzo y tomó la cantimplora, llevándosela a los labios.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Augusto.

—Mejor, gracias —dijo Bruno.

—Bien —asintió el otro con alivio.

—No lo entiendo —meneó la cabeza Bruno.

—¿Qué cosa?

—No estaríamos en esta situación insostenible si Lyanna estuviera aquí. Ella podría manejar todo esto sin problemas. ¿Por qué no quiso venir, Gus?

—Sus intereses son otros, Bruno. Ya sabes que solo hace lo que siente. La exploración de otros mundos no la atrae, dice que esas son mis aventuras y que ella no tiene derecho a intervenir en las cosas que debo aprender por mí mismo —explicó Augusto.

—¿Tenía idea ella de los peligros a los que te enfrentarías? ¿Sabía ella que estaba exponiéndote a la experiencia de matar a otro ser humano? —lo cuestionó Bruno—. ¿Era eso lo que debías aprender?

—No lo sé, Bruno —apartó la mirada Augusto—. Lo que sí sé es que no es ella la que maneja mi vida o la programa, sino yo mismo. Venir a Ingra fue mi decisión y acepto las consecuencias.

Pero a pesar de su rotunda afirmación, Augusto no pudo evitar recordar las palabras de despedida de su esposa, palabras que, a la luz de las presentes circunstancias, habían tomado claridad y coherencia en su mente:

“Recuerda que una acción no define quién eres para siempre, todo es relativo, y la carga de la culpa es un veneno insidioso que carcome al que se lo permite. Tú no puedes darte el lujo de permitir eso pues necesitarás todas tus fuerzas para ser el soporte de tu mejor amigo. Y no te preocupes, nunca nadie enfrenta más de lo que puede manejar en la experiencia de la vida física, esa es una ley universal irrefutable.”

Su querida y dulce Lyanna sabía que iba a enfrentarse a duras pruebas en esta incursión. Lo que al menos lo consolaba era el hecho de que si ella había visto de alguna manera lo que iba a pasarle, significaba que no iba a morir en aquel maldito desierto sin tiempo, que había una solución, una salida. De otra manera, aun cuando ella respetaba el libre albedrío de él, nunca hubiese permitido que marchara a su muerte desprevenido.

Augusto levantó la cabeza cuando vio venir a Dana junto con Sabrina. Al ver que Sabrina llevaba puesto el colgante con la obsidiana, hizo un gesto imperceptible de asentimiento hacia Dana, quien respondió de igual manera silenciosa.

—¿Cómo está Bruno? —preguntó Dana.

—Bien —contestó el propio Bruno—, gracias a Augusto —miró de soslayo a Sabrina.

—Lo siento, no fue mi intención… —trató de disculparse la chica.

—Harías bien en escuchar nuestros consejos en el futuro —replicó Bruno con tono de reproche—. ¿Cuándo vas a convencerte de que todo lo que queremos es ayudarte y protegerte? ¿Cuándo vas a confiar en nosotros? Tu arrogancia y tu testarudez nos han causado muchos problemas.

Sabrina bajó la cabeza y se mantuvo en silencio por un momento, luego suspiró y dijo:

—Si lo que dicen es cierto, si mis sueños no son meros sueños… —comenzó, dubitativa—. Creo que hay algo que deben saber.

—Te escuchamos —le dijo Dana, apoyándole una mano amistosa sobre el hombro.

—Creo que tuve un sueño sobre ese que ustedes llaman el Caballero Negro —confesó Sabrina.

—¿Calpar? —inquirió Dana.

—En mi sueño, no se llamaba Calpar, sino Myrddin, y además de Caballero Negro, era conocido como el Domador de Tormentas. ¿Tiene eso algún sentido para ustedes?

Dana y Augusto cruzaron una mirada esperanzada.

—Myrddin es el verdadero nombre de Calpar —respondió Dana—. Nunca había oído que lo llamaran Domador de Tormentas, pero eso también tiene sentido, pues Calpar tiene la habilidad de manejar el clima.

—Cuéntanos lo que viste en tu sueño —la animó Augusto.

—Calpar, o Myrddin o como se llame, estaba parado frente a un enorme menhir de roca en medio de un desierto. No lo relacioné con nuestra presente situación hasta que ustedes lo mencionaron como el Caballero Negro, pero…

—¿Eso es todo? ¿Pasó algo más en la visión? —preguntó Dana con ansiedad.

—Sí —respondió Sabrina—. El Domador de Tormentas conjuró nubes negras que cubrieron el cielo de repente. En pocos minutos, se escucharon truenos y los relámpagos comenzaron a iluminar el conglomerado de nubes de forma errática. Él movió las manos como queriendo guiar la actividad eléctrica en las nubes, y finalmente… finalmente hizo que un poderoso rayo cayera sobre el menhir convirtiéndolo en una pila de escombros y polvo. Cuando el menhir se destruyó, el desierto desapareció y fue reemplazado por un bosque luminoso y tibio. El menhir era igual a este —señaló la columna de roca en la que Bruno estaba apoyado.

—Esta roca es una clavija —murmuró Augusto, fascinado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Dana.

—Así como el cuerpo humano está surcado por meridianos de energía que pueden estimularse mediante agujas de acupuntura para lograr distintos efectos en todo el cuerpo, los planetas están también surcados por líneas de energía de mayor envergadura, corrientes telúricas. Las antiguas civilizaciones de la tierra lo sabían, y por eso plantaban enormes menhires de roca en puntos específicos, como si estuvieran practicando acupuntura con el planeta. Mediante esas clavijas, podían manejar el entorno, desviar o absorber esas corrientes de energía, incluso bloquearlas.




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