—Es inútil, no puedo. Ni siquiera sé cómo lo hice la primera vez —meneó la cabeza Sabrina, descorazonada.
Llevaba un buen rato con las manos extendidas hacia la enorme columna de piedra, tratando de invocar una descarga eléctrica, sin éxito.
—La primera vez, lo hiciste desde una emoción potente: enojo —le dijo Dana—. Debes enfocarte en esa emoción. Recuerda cómo te sentiste y trata de repetirlo en tu mente.
Sabrina arrugó el entrecejo y cerró los ojos con fuerza. Volvió a extender las manos. Nada.
—¿Es que ninguno de ustedes se da cuenta del riesgo que estamos corriendo al hacer esto? —volvió a tratar de disuadirlos Augusto.
—¿Qué te pasa? —lo cuestionó Dana—. Si mal no recuerdo, tú te has metido en situaciones mucho más peligrosas que esta. Si no tienes una mejor idea, te sugiero que te llames a silencio y dejes que Sabrina al menos aborde esto sin tener que escuchar tus intentos de asustarla.
—Discutir entre nosotros no logrará que esta niñita mimada salga de su postura de princesita insulsa y se comporte como una adulta en vez de una criatura lloriqueante —intervino Bruno.
—¿A quién estás llamando princesita insulsa? —se volvió hacia él Sabrina con los puños apretados.
—Liam creía en ti. Estaría muy decepcionado con tu pusilánime comportamiento —siguió Bruno con desdén.
Sabrina apretó los dientes y llevó instintivamente su mano a la ballesta que colgaba de su cintura.
—Bruno… —trató de apaciguarlo Augusto, pero Dana lo detuvo de un brazo y Augusto guardó silencio.
—No, no uses tu ballesta conmigo, eso es cobarde también —siguió Bruno, azuzando a Sabrina.
—¡Eres un maldito! —le gritó Sabrina, lanzándose al cuello de él.
Bruno la tomó de las muñecas y desvió los brazos de la chica justo a tiempo hacia el pilar de roca. La descarga eléctrica que salió de las manos de ella fue descomunal. Augusto y Dana se cubrieron las cabezas con sus brazos. Bruno solo atinó a cerrar los ojos, pero no soltó las manos de Sabrina. El enorme menhir explotó en mil pedazos. La onda de choque fue brutal y los hizo volar por los aires a todos, haciéndolos aterrizar violentamente en la arena a varios metros de la destruida clavija.
Sabrina se refregó los ojos, tosiendo arena. Cuando apoyó la mano sobre el suelo para incorporarse, notó enseguida la humedad. Su mano no estaba apoyada sobre arena, sino sobre un suave césped regado con el rocío de la mañana.
—¿Qué…? —abrió la boca asombrada la princesa, mirando en derredor.
La rodeaba un bosque fantástico y perfecto con frondosos árboles, helechos gigantes y flores multicolores alrededor de las cuales revoloteaban coloridas mariposas. El sol de la mañana penetraba entre las copas de los árboles, haciendo brillar las hojas húmedas y dando un toque mágico a todo el lugar.
—Arundel —rió Dana desde atrás—. ¡Lo lograste, Sabrina!
La chica se dio vuelta y vio a Dana levantándose del suelo, con la mirada extasiada. Augusto y Bruno comenzaban también a recuperarse del golpe y se incorporaron unos metros hacia la izquierda.
—Es incluso más hermoso que Avalon —dijo Augusto con voz queda.
—Sabrina… —comenzó Bruno—. Lo que te dije… solo lo hice para provocarte, solo lo hice…
—Lo sé —respondió Sabrina—. Lo entendí cuando abrí los ojos y vi este magnífico lugar. Gracias —se acercó a él y le extendió una mano.
—De nada —le estrechó la mano Bruno.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sabrina a los demás.
—Hay un sendero —indicó Augusto unas lajas de piedra que formaban un camino entre las raíces de los árboles—. Supongo que, si lo seguimos, encontraremos a los druidas.
Pero no fue necesario internarse por el camino de piedra para encontrar a alguien, pues las palabras de Augusto fueron coronadas por la aparición de veinte seres vestidos de blanco y con los rostros ocultos por las capuchas de sus mantos. Los seres los rodearon en silencio, tomados de las manos. No estaban armados ni parecían tener una actitud amenazante, pero Augusto no pudo evitar preocuparse al sentir el potente campo de energía que emanaba de sus manos unidas.
—Están intentando paralizarnos —advirtió Sabrina, levantando sus manos y apuntando sus dedos separados a los seres.
—No —la detuvo Dana—. Ponte esto —le alcanzó el colgante de obsidiana que había estado resguardando mientras Sabrina intentaba romper el Bucle—. No manejaremos esta situación con amenazas de agresión.
Sabrina tomó el colgante y se lo puso alrededor del cuello, suspirando con reticencia. Arundel o no Arundel, no le gustaba ponerse a merced de otros por propia voluntad.
—Venimos en paz, lo prometo —levantó las manos Dana en rendición, paseando la mirada por los seres que los rodeaban.
—Invasores —comenzó uno de los seres, bajando su capucha y descubriendo un rostro de piel blanca y delicada, enmarcado por una barba rojiza—, revelen ahora mismo sus identidades, sus propósitos y los métodos que utilizaron para romper el Bucle y llegar hasta este lugar sagrado.
—Con gusto —accedió Dana enseguida—. Mi nombre es Dana, este es Augusto y este es Bruno —los presentó—, y esta mujer —tomó a Sabrina del brazo y la empujó hacia adelante— es Sabrina Margaret Madeleine Eleonora Isabel de Tirso —anunció con solemnidad.
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Editado: 19.02.2021