La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE VII: BAJO CUSTODIA - CAPÍTULO 89

La ciudadela de Arundel era mucho más impresionante de lo esperado. Después de traspasar unas enormes puertas de madera exquisitamente labrada con motivos de hojas y flores, se abrió ante ellos un sendero empedrado que subía a un terreno más alto con arcos de medio punto colocados cada cinco metros y bordeados de árboles frutales y macizos de flores. Por encima de sus cabezas se alzaba la ciudad, sólida, bella, antigua, combinando edificios de piedra con enredaderas que abrazaban las paredes de torres hexagonales con techos de tejas cocidas.

Al internarse por sus luminosas callejuelas, los recién llegados notaron que no había gente afuera. Sin embargo, los habitantes de Arundel estaban más que interesados en los extranjeros y los observaban refugiados detrás de sus numerosas ventanas, balcones y terrazas, escondidos detrás de cortinas y barandas de madera.

—Nos están vigilando —le murmuró Bruno a Dana, escudriñando las viviendas que iban pasando.

—¿Y qué esperabas? Debemos ser las primeras visitas que reciben en más de quinientos años. Somos fuente de entretenimiento mezclado con amenaza —respondió ella.

—Más entretenimiento que amenaza, espero —comentó Bruno—, pues estamos desarmados y no podemos enfrentar a una ciudad completa que decida manifestar su miedo de forma violenta. Siento como si nos estuviéramos metiendo en la boca del lobo.

—Cuando hablemos con el tal Iriad, estoy segura de que todo va a quedar aclarado y disfrutaremos de una bienvenida menos hostil —aseguró Dana.

—Eso espero —contestó él.

En la parte más alta de la ciudad, se alzaba un palacio enorme y ancestral. Su arquitectura recordaba mucho a Caer Dunair, evidenciando que ambas construcciones habían sido diseñadas por las mismas personas. En el frente, se elevaba una plataforma circular rodeada por sendas escalinatas de piedra que la rodeaban, dando acceso al portal principal. Subieron por el lado derecho, guiados por Meliter y seguidos de cerca por los demás sylvanos que los habían recibido en el bosque. Traspasando el portal, entraron a un inmenso salón con un techo alto, sostenido por columnas, con amplios ventanales con vitrales de colores con formas geométricas. Al final del salón, había una tarima sobre la cual descansaba un trono espléndido, construido con madera y adornado con detalles en plata y piedras preciosas. Un anciano de largos cabellos y barba blanca, vestido con una túnica blanca con bordados en oro y plata estaba sentado en el trono. Al verlos entrar, el anciano se puso de pie y abrió los brazos:

—Saludos, extranjeros, mi nombre es Iriad —habló con voz firme y serena.

Estaba muy claro que el anciano Iriad sabía de su llegada de antemano y los había estado esperando.

—Saludos, señor —respondió Dana adelantándose y haciendo una inclinación de cabeza—. Nos honra mucho que nos reciba en su palacio. Mi nombre es Dana. Estamos aquí para cumplir con la profecía. Hemos traído con nosotros a la Reina de Obsidiana.

El rostro de Iriad no se inmutó ante el anuncio. Hubo un largo e incómodo silencio.

—Esperamos que ustedes puedan ayudar a prepararla para su importante función —siguió Dana al ver que el druida no reaccionaba.

—¿Y qué función es esa? —preguntó Iriad sin emoción en la voz.

—La de unir Ingra y traer la paz —contestó Dana.

—¿Por qué? —cuestionó Iriad.

Dana se pasó la lengua por los labios, dudando. Sabía que aquel interrogatorio era una especie de prueba y no estaba segura del tipo de respuesta que debía dar para pasarla.

—Porque es lo correcto y justo —dijo al fin.

Iriad solo suspiró, sin dar muestras de estar satisfecho o insatisfecho con la respuesta. Con gran parsimonia, bajó los peldaños de madera de la tarima y se acercó al grupo extranjero.

—¿Esta es la muchacha? —preguntó, señalando a Sabrina.

—Sabrina Margaret Madeleine Eleonora Isabel de Tirso —se presentó Sabrina, dando un paso al frente.

El anciano druida levantó una mano y la apoyó sobre la cabeza de Sabrina por un momento. Ella se dejó hacer sin protestar. Iriad retiró la mano con el ceño fruncido y tomó en su mano la obsidiana que colgaba del cuello de Sabrina por un instante, soltándola luego con un suspiro.

—Lo lamento, niña —dijo el druida—, pero llevar una obsidiana colgada no te convierte en la Reina de Obsidiana. Has sido engañada.

—¿Qué? —arrugó el entrecejo Sabrina, sin comprender.

—Creo que lo que el venerable Iriad quiere decir —intervino Dana—, es que aún no estás lista, que debes ganarte el título, que debes…

—No —la cortó Iriad en seco—. No pongas palabras en mi boca.

—Lo siento, no quería… —intentó Dana disculparse.

—No sé con qué propósito han llegado a Arundel —dijo Iriad fríamente—, pero tratar de embaucarnos es un grave error.

—No soñaríamos jamás con perpetrar semejante vileza —aseguró Dana—. Sabrina es la Reina de Obsidiana, la reina de la que habla su profecía.

—No puedo creer que después de todo por lo que hemos pasado, tengamos encima que convencerlos a ustedes de su propia profecía —masculló Bruno, molesto.




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