El mensajero estaba en un estado deplorable: sucio, hambriento y muerto de cansancio. Pensó que podría aliviar sus necesidades y dormir un poco al llegar a Marakar, pero Zoltan lo mandó a llamar enseguida a su laboratorio y su merecido descanso volvió a postergarse una vez más.
—Entrégamela —extendió una mano Zoltan, sin dignarse siquiera a saludar al mensajero.
El mensajero entregó el tubo de cuero con una obediente reverencia. Zoltan destapó el extremo y sacó con avidez la carta. La desplegó y la acercó a la luz de una lámpara en su atestado escritorio. El mensajero amagó a irse, calculando que su misión había terminado, pero Zoltan lo detuvo con una seña de su mano derecha.
—Señor… —intentó explicar su situación el mensajero.
—Shshsh —lo amonestó Zoltan, sin quitar la vista de la carta que estaba leyendo con suma atención.
Podría decirse que el mensajero tuvo suerte de que la carta fuera del agrado de Zoltan y que lo pusiera de buen humor, de otra forma, hubiese tenido ya una daga clavada en la garganta solo por osar interrumpir al mago.
—¿Esto vino directamente desde mi gente en Cambria? —preguntó Zoltan.
—Sí, señor.
—¿De la universidad?
—Sí, señor.
—¿Y la ubicación y las fórmulas son exactas?
—¿Fórmulas, señor? —repitió el mensajero sin comprender.
—No importa, no importa —hizo un gesto con la mano Zoltan, recordando que los mensajeros son siempre elegidos por no saber leer ni escribir.
Zoltan corrió varios libros de su escritorio y buscó papel y pluma. Copió unas fórmulas de la carta, agregó más cálculos propios y sonrió con gran satisfacción.
—Ven —le hizo seña el mago al mensajero mientras abría un cajón de su escritorio y sacaba varias cartas—. Estas son para los centros de magia de Agrimar —le entregó un puñado de cartas—. Y estas son para Istruna —le dio más cartas. Debes partir de inmediato.
—Pero… señor… —balbuceó el mensajero a punto de desfallecer ante la perspectiva de partir otra vez sin el adecuado descanso.
—Deberás esperar por una respuesta en cada tramo, ¿comprendes?
—Sí, señor —bajó la cabeza el mensajero, resignado.
—Dame un minuto —levantó un dedo en alto Zoltan.
El mago rebuscó en su escritorio hasta que encontró una hoja de papel limpia. Se sentó, tomó su pluma y comenzó a escribir una última carta mientras el mensajero esperaba pacientemente de pie. Cuando terminó, la espolvoreó con fina arena para secar la tinta, la dobló con cuidado y la selló con lacre.
—Cuando hayas terminado de recoger todas las respuestas, debes ir a Cambria y entregar esta carta a mi gente —le dio la misiva recién escrita—. Ellos te entregarán un paquete que traerás de vuelta a mí junto con todo lo demás.
—¿Un paquete, señor? —frunció el ceño el mensajero ante lo inusual del pedido.
—Probablemente sea una caja grande —asintió Zoltan—. No podrás transportarla a caballo. Ellos te proporcionarán una carreta.
El rostro del mensajero se iluminó ante tal perspectiva. Una carreta haría su viaje más cómodo y podría dormir en ella en el camino si no encontraba posadas que recibieran sus credenciales de mensajero real. Según la ley, un mensajero tenía inmunidad diplomática que le permitía moverse entre los reinos sin problemas, aun si esos reinos eran enemigos, y gozaba de alojamiento y comida sin cargo en su ruta. Sin embargo, muchas posadas se negaban a recibirlo gratis y encontraban excusas para no alojarlo, aduciendo que no tenían habitaciones libres ni comida suficiente. Sí, una carreta haría su vida un poco más fácil ante la presencia de ingratos posaderos.
—¿Entendiste todo? —cuestionó el mago al mensajero.
—Sí, señor —hizo una inclinación de cabeza el otro, guardando las cartas en su morral.
—Bien, vete, vete —le hizo una seña brusca con la mano el mago—. No pierdas tiempo.
El mensajero hizo una reverencia y abandonó el laboratorio de prisa. Zoltan sonrió por primera vez en mucho tiempo. Las cartas para el cónclave estaban en camino y contenían el anuncio de la muerte de Stefan, la desaparición de Nicodemus y su declaración de autoridad sobre todos los centros de magia y sus adeptos hasta la elección programada para dentro de dos meses. Tenía dos meses para poner a Ingra de rodillas ante él, y con el objeto prometido por sus espías en Cambria, dos meses eran tiempo de sobra para lograr sus fines.
Zoltan se miró en el enorme espejo ovalado de su laboratorio, se alisó el cabello, se acomodó el manto, y con una sonrisa incongruente con su amargado rostro, abandonó sus dominios para ir a ver a Ariosto.
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Editado: 19.02.2021