La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE IX: BAJO NUEVA ADMINISTRACIÓN - CAPÍTULO 109

Lug despertó de su comunicación con Iriad para encontrarse tendido boca arriba en el piso de la sala del trono de Arundel. Sintió una opresión en el pecho y tardó un momento en darse cuenta de que era la mano de Meliter apoyada firmemente sobre su corazón.

—Desiste o sufre las consecuencias —lo amenazó Meliter con el rostro grave.

—¿Desistir? —preguntó Lug, confundido. No entendía bien a qué se refería Meliter. ¿Qué había pasado mientras él estaba en un trance conversando con Iriad?

—No quiero hacer esto —suspiró Meliter—, pero no me dejas opción.

El sylvano hizo una seña a sus congéneres, quienes seguían tomados de las manos en círculo, y éstos comenzaron a recitar unas palabras incomprensibles para Lug. De inmediato, Lug comenzó a sentir el frío invadiendo sus extremidades.

—No… —murmuró Lug—. No hagas esto, Meliter… no… —rogó Lug, pero Meliter solo respondió repitiendo las mismas palabras que los demás.

Lug comenzó a tener problemas para respirar y se dio cuenta de que no le quedaba mucho tiempo. Hizo una inspiración profunda y temblorosa y gritó con todas sus fuerzas las palabras que Iriad le había enseñado:

—¡Faic an fhìrinn!

Lo que ocurrió a continuación es difícil de explicar. Primero fue un vacío, como si todo el universo se hubiese detenido de pronto y la realidad circundante se hubiese puesto en suspenso por un momento. Hubo un silencio tan profundo y penetrante, que Lug pensó que se había quedado sordo. Lo siguiente que percibió fue una nada blanca a su alrededor. Donde había habido columnas, ventanales, paredes, incluso un piso de mármol, ahora no había nada. Era como si estuviera en una blanca hoja de papel que aún no ha sido escrita. Después de un momento de confusión, en el que su mente trató inútilmente de interpretar lo que había pasado, Lug vio que no todo había desaparecido: Meliter seguía inclinado sobre él, con la mano todavía apoyada en su pecho. Sus ojos estaban abiertos con asombro y horror. Los sylvanos que los rodeaban en círculo también estaban allí todavía. Sus bocas abiertas ya no recitaban nada y sus rostros mostraban un pánico mortal.

El primero en recuperar la compostura fue Meliter:

—¡Qué has hecho! —le gritó a Lug—. ¿Te volviste totalmente loco?

Lug abrió la boca, pero no respondió nada, pues no tenía idea de lo que había hecho. Meliter lo soltó y se puso de pie casi de un salto. Cerró los ojos un momento, y con el ceño fruncido en concentración, recitó con voz potente:

—¡Cuir air ais an mealladh!

Cuando Meliter abrió los ojos de nuevo, el entorno había vuelto a la normalidad.

—Señor… —dijo uno de los sylvanos con voz temblorosa.

—Salgan de aquí, déjenme solo con él —les ordenó Meliter.

—Pero… —protestó otro de los sylvanos.

—Hagan lo que les digo, ¡ahora mismo! —les gritó Meliter.

Todos hicieron una inclinación de cabeza y se retiraron en silencio de la estancia. Meliter se volvió hacia Lug y le tendió una mano:

—Tenemos que hablar —le dijo con el rostro serio.

Lug asintió su acuerdo con la cabeza y tomó la mano ofrecida por Meliter. Se puso de pie con su ayuda. Las piernas le temblaban. Meliter lo tomó por la cintura y le dijo:

—Apóyate en mí.

Lug pasó uno de sus brazos por encima de los hombros de Meliter para sostenerse y el sylvano lo guio hacia una de las galerías.

—¿A dónde vamos? —preguntó Lug.

—A tu habitación —respondió Meliter.

Llegaron hasta el dormitorio de Iriad y entraron. Cuando Meliter arrastró a Lug hasta la cama, éste se opuso:

—No, no más cama.

—Debes descansar —le advirtió Meliter.

—No en la cama —insistió Lug.

—Bien —suspiró Meliter y lo arrastró hasta un mullido sillón frente a una ventana.

Lug aceptó sentarse. Meliter le trajo mantas y le sirvió un vaso de agua:

—Debes calentarte e hidratarte.

Lug aceptó los cuidados del otro y sorbió el agua lentamente mientras Meliter observaba la ciudadela por la ventana con la mirada perdida. Aquel momento de silencio le dio tiempo a Lug para pensar. Las palabras que Iriad le había enseñado lo habían salvado de lo que sea que Meliter planeaba hacerle. Pero Lug presentía que había salido de un embrollo para meterse en otro peor. Sospechaba que ahora, Meliter creía que él era Iriad. Lug no podía permitirlo, no solo porque no quería engañar más a Meliter, sino porque esa mentira era insostenible en el tiempo, especialmente si tenía que llevar a cabo el plan de Valamir con el portal. A riesgo de enemistarse otra vez con Meliter, Lug apartó el vaso de sus labios y confesó con voz apenas audible:

—No soy Iriad.

—Lo sé —respondió Meliter para sorpresa de Lug, sin quitar los ojos de la ventana.

—Yo no sabía lo que… Iriad me enseñó esas palabras, me dijo que era la única manera de hacerte entender que… —intentó explicar Lug.

—Lo sé —volvió a decir el otro sin emoción en la voz.




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