La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE IX: BAJO NUEVA ADMINISTRACIÓN - CAPÍTULO 112

—Entonces, ¿yo no soy la Reina de Obsidiana? —inquirió Sabrina después de escuchar pacientemente la explicación de Lug en la confortable habitación de Iriad.

—Me temo que no, lo siento, de verdad, yo… —intentó disculparse Lug.

Sabrina solo apretó los labios, bajó la mirada al piso y se sentó pesadamente en la cama, tratando de asimilar esta nueva información.

—Sabrina… —la llamó suavemente Lug.

—Tengo que pensar —murmuró Sabrina, poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta.

—Sabrina, por favor… —le rogó Lug.

Ella abrió la puerta y salió de la habitación sin responder.

—Gus, ve tras ella —le pidió Dana.

—No —se interpuso Bruno—. Yo iré.

Dana se volvió hacia el detective con desconcierto. Bruno no era el que mejor se llevaba con la chica y sus posibilidades de hacerla entrar en razón eran mucho menores que las de Augusto.

—Bruno, sin ofender, no creo que sea conveniente… —intentó Dana.

—Yo hablaré con ella —se mantuvo firme Bruno—. Ustedes solo le darán consejos condescendientes y ella no quiere eso en este momento.

—Ve, Bruno —aprobó Lug.

Bruno asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta.

—¡Bruno! —lo llamó Dana antes de que saliera. El otro se volvió por un momento—. Hagas lo que hagas, por favor evita que destruya cosas o mate a alguien —le pidió la esposa de Lug.

Bruno solo suspiró, sin prometer nada, y se fue.

El detective siguió a Sabrina discretamente, sin acercarse. La chica bajó hasta la planta baja del palacio, encontró unas puertas que daban a un jardín, y salió a tomar aire. Escondido tras unos arbustos, Bruno solo la observó, sentada en el borde de una fuente de agua. Con su mano derecha, jugueteaba distraídamente con el agua y tenía la mirada fija en la lejanía.

—Ya sal de ahí —dijo Sabrina de pronto—. No soporto que me estés vigilando.

Bruno salió de su escondite y se acercó a ella.

—¿Te enviaron a sermonearme? —le espetó ella con tono de reproche.

—Enviaron a Augusto a sermonearte, pero como yo sé que eso es lo último que quieres, me ofrecí para venir en su lugar —contestó Bruno.

—¿No entienden que necesito un poco de privacidad?

—Tienen miedo de que partas el palacio con un rayo, y, considerando tu historial, no es un temor infundado.

—Ya veo —gruñó Sabrina—. Puedes irte, entonces, porque no tengo ánimos de destruir nada en este momento.

—No vine a detenerte —se encogió de hombros Bruno.

—¿A qué viniste, entonces?

—Vine a escucharte.

—¿A escucharme? —frunció el ceño ella.

—Sí —asintió él—. Hasta ahora todos han tratado de guiarte, ayudarte, enseñarte, manipularte y coartarte. Creo que ya es tiempo de que alguien trate de escucharte, para variar.

Sabrina suspiró, y después de un largo minuto, dijo:

—Me engañaron vilmente.

—Sí —admitió Bruno sin emoción en la voz.

—Me usaron.

—Sí —volvió a afirmar Bruno.

—Todos.

—No todos —corrigió Bruno.

—¿Qué? ¿Vas a decirme que mi padre me hizo pasar por hija de Ariosto por mi bien? ¿Qué Lug y Dana alimentaron la fantasía de que yo era la Reina de Obsidiana para arrastrarme a sus planes pero que ellos son inocentes porque también fueron engañados?

—Técnicamente, fue tu madre la que te hizo pasar por hija de Ariosto, no tu padre —corrigió Bruno—. Y Lug y Dana no son inocentes en esto, aun cuando fueron usados también. El único de todos nosotros que hubiera echado por la borda todos los planes porque solo le importabas tú fue Liam.

—Otro engaño más —dijo Sabrina con amargura.

—No, Sabrina, Liam fue el único sincero —la contradijo él—, y sé que no es necesario que te convenza de eso. En el fondo de tu corazón, sabes que Liam es lo único verdadero en todo este asunto. Creo que, si hubieses tenido la posibilidad de negarte a cruzar a Arundel, él te habría apoyado sin importar las consecuencias.

—¿Es por eso por lo que lo apartaron de mí? ¿Es por eso por lo que lo abandonaron a su suerte a manos de Stefan? —preguntó ella con lágrimas en los ojos.

—Era parte del plan —murmuró Bruno con la mirada clavada en el piso—. No creo que la intención haya sido lastimarlos a ustedes dos, pero… —dejó la frase sin terminar.

—Pero apoyaste a Dana para que sucediera —le reprochó ella.

—Sí, y no me disculpo por ello —dijo Bruno, despacio—. Lo que hice, lo hice porque creía que era lo correcto.

—Tu compás moral deja mucho que desear —le escupió ella con desdén.

—¿Y el tuyo? —le retrucó él.

—¿Tienes la audacia de cuestionar mis acciones? —entrecerró ella los ojos, furiosa—. Ten cuidado —le advirtió con un dedo en alto—. Ya sabes lo que pasa cuando me provocas.




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