La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE X: BAJO LA TORMENTA - CAPÍTULO 115

—Tal vez Valamir no pensó en todo —opinó Augusto, observando de reojo a Lug, que tomaba una tranquila siesta sobre el césped en el bosque.

Dana no respondió. Su atención estaba en el cielo que se había oscurecido de pronto. Sabrina notó la inquietud en la mirada de Dana y levantó la vista también.

—¿Qué va a pasar si Lug no puede reparar el portal? —preguntó Bruno.

—Moriremos todos —dijo Meliter, acercándose al grupo. Sus palabras fueron coronadas por un trueno lejano.

—Se acerca una tormenta. Eso no es buen augurio —comentó Dana, escudriñando las negras nubes.

—Nunca ha habido tormentas en Arundel —dijo Meliter con el rostro grave—. Jamás.

—¿Qué significa esta entonces?

—Significa que ha comenzado —respondió Meliter con la voz quebrada.

—Dijiste que teníamos semanas —le reprochó Augusto.

—Parece que me equivoqué.

Uno de los sylvanos de la escolta llegó corriendo y dijo unas palabras urgentes en el oído de Meliter. Meliter palideció y tragó saliva. Luego de un momento, pareció recuperar la compostura y se dirigió a Dana:

—Debo volver a la ciudadela a atender un asunto.

—¿Qué asunto? —frunció el ceño Dana.

Meliter ignoró la pregunta y se volvió a la escolta:

—Ustedes —señaló a un grupo—, quédense aquí y protéjanlos a como dé lugar —indicó a Lug y a su grupo—. Ustedes —se dirigió al resto—, síganme a la ciudadela.

—¡Meliter! —lo llamó Dana para pedirle una explicación, pero el sylvano se alejó con la mitad de la escolta sin mirar atrás. Dana se volvió bruscamente hacia Bruno y le susurró: —Ve tras ellos discretamente. Averigua qué está pasando.

Bruno asintió con la cabeza. Salió del sendero y siguió a Meliter, ocultándose entre los árboles para no ser detectado.

—Tal vez debamos despertarlo —indicó Augusto a Lug con la cabeza.

—Sí —admitió Dana, arrodillándose junto a su esposo y sacudiéndolo suavemente por el hombro.

Lug bostezó y pestañeó varias veces.

—Lamento despertarte —le sonrió Dana.

—Está bien. ¿Cuánto tiempo dormí?

—No mucho. Una hora más o menos —respondió su esposa.

Otro trueno sacudió el aire, mucho más cerca esta vez. Lug levantó los ojos al encapotado cielo.

—Meliter dice que ha comenzado —ofreció Augusto como explicación.

Diez sylvanos rodearon rápidamente a Lug, Dana y Augusto, formando un círculo a su alrededor, tomándose firmemente de las manos.

—Oh, no —murmuró Lug—. No esto otra vez. ¿Qué pasó mientras estuve dormido? —les reprochó a Dana y a Augusto, deduciendo que los sylvanos habían decidido tomarlos prisioneros otra vez—. ¿Dónde está Meliter?

—Fue a la ciudadela —respondió Dana.

—¿Por qué nos están atacando otra vez? ¿Qué órdenes les dio Meliter? —preguntó Lug a los sylvanos.

—Nuestras órdenes son protegerlos —dijo uno de ellos.

La lluvia se desató repentinamente de forma feroz. Un rayo cayó en el bosque, iluminando con una cegadora luz blanca a los árboles por un breve instante. Lug se protegió los ojos con un brazo. Solo entonces, se dio cuenta de que a pesar de la torrencial lluvia que se había desatado a su alrededor, él estaba totalmente seco. Dana paseó la mirada por el círculo de concentrados rostros de los sylvanos y se dio cuenta de que estaban repeliendo la lluvia. Ni una sola gota penetraba dentro del círculo cerrado por sus manos unidas.

—Un paraguas de energía —dijo Augusto con una asombrada sonrisa, mirando como las gotas de agua se deslizaban por un domo transparente por encima de sus cabezas—. Eso es práctico.

Lug no estaba tan complacido como Augusto. Recorrió el lugar con la mirada. Los diez sylvanos que sostenían el domo de energía estaban secos, pero los restantes quince soportaban ecuánimemente el aguacero, empapados hasta la médula.

—¿Dónde están Bruno y Sabrina? —preguntó Lug de pronto.

—¡Sabrina! —exclamó Augusto, notando por primera vez su ausencia.

—Envié a Bruno a seguir a Meliter para que averiguara qué es lo que está pasando en la ciudadela —explicó Dana—. Parece que Sabrina se escabulló tras él —suspiró con preocupación.

Lug no perdió el tiempo con recriminaciones ni reproches. Solo se dirigió al sylvano del círculo que le había hablado antes:

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Torel —respondió el otro.

—¿Estás a cargo en ausencia de Meliter?

—Sí, señor —asintió el sylvano.

—¿Qué está pasando en la ciudadela?

—No lo sé, señor.

Lug suspiró:

—Ordena a tus compañeros que disuelvan el escudo —le ordenó a Torel—. No deben malgastar la energía que les queda en protegerme de la lluvia. No dejaré que este mundo se disuelva más rápido para que yo permanezca seco.




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