La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE XVIII: BAJO BUENOS AUGURIOS - CAPÍTULO 162

La luz del amanecer entró por el pequeño ventanuco, iluminando la celda donde habían puesto a Cormac, Liam y Pierre en el complejo militar de Lavia. Era una celda amplia, de piedra, con una de las paredes enteramente hecha de gruesos barrotes de hierro que daban a un pasillo que seguramente conducía a otras celdas similares. El lugar estaba más limpio que las típicas mazmorras de Marakar y no era subterráneo, por lo que no olía a humedad y encierro. Tampoco había cadenas con grilletes colgando de las paredes. Los prisioneros habían sido desatados antes de haber sido arrojados en esta prisión y tenían libertad de movimiento dentro de la celda. Por un momento, Cormac pensó que todas estas bondades se debían a que estaban recibiendo un tratamiento especial, pero la verdad es que probablemente estas celdas no estaban diseñadas para extranjeros enemigos de la corona, sino para ofensores menores con castigos leves, posiblemente del mismo campamento militar. Cormac incluso pensó que la razón por la que todavía no habían sido torturados era porque estas instalaciones no contaban con los instrumentos necesarios para ese trabajo. Claramente, Lavia no era Sefinam. Sin embargo, Cormac sospechaba que su buena suerte se acabaría pronto.

Pierre gimió levemente al intentar moverse en la improvisada cama hecha con paja y cubierta con una manta en el suelo donde estaba acostado. Sus heridas habían sido atendidas y vendadas diligentemente para parar el sangrado, pero la amabilidad de sus captores no se había extendido tanto como para darle al capitán algo para el dolor. De nuevo, la atención médica rudimentaria que Pierre había recibido no se debía a la bondad ni a la decencia de Maxell, sino a su deseo de mantenerlos vivos para interrogarlos más tarde.

—¿Estás bien? —preguntó Cormac, sentado en el suelo con la espalda apoyada sobre la pared.

—Estoy vivo. Eso es suficiente —gimió otra vez Pierre, tratando de levantarse.

—Permanece acostado mientras puedas —le aconsejó Cormac—. Trata de volverte a dormir.

—¿Qué harán con nosotros? —preguntó Pierre, dejando de luchar por levantarse, pero negándose a dormirse otra vez.

—No estoy seguro —se encogió de hombros Cormac.

—Torturarnos hasta el borde de la muerte —respondió Liam con tono amargo, parado con las manos agarradas a los barrotes y la frente apoyada sobre el frío hierro—. ¿No es eso lo que todos estos malditos magos hacen?

—De seguro querrán interrogarnos —opinó Cormac.

—Sí, pero ¿por qué no lo han hecho todavía? —inquirió Pierre.

—Deben tener otros asuntos más importantes que atender, supongo —se volvió a encoger de hombros Cormac.

—El Óculo —comprendió Pierre.

—Tenemos que tratar de hacerles entender lo peligroso que es —dijo Liam.

—A mí me pareció que sabían exactamente lo que estaban haciendo —comentó Cormac—. El tal Maxell envió enseguida a sus hombres a buscar nuestra caja de plomo y colocó el Óculo adentro, sellándolo. Aparentemente, había estado proyectando un campo protector contra las emanaciones radiactivas. Supongo que algo similar a la pared invisible que desvió mi flecha y noqueó a Liam.

—¿Quién es este Maxell, Cormac? ¿Has oído hablar de él? —preguntó Liam.

—No, nunca, pero parece un mago importante. Los soldados lo trataban con gran deferencia.

—Tal vez tomó el lugar de Stefan como Mago Mayor de Agrimar —sugirió Liam.

—Eso no sería nada bueno —murmuró Cormac.

—¿Por qué? —inquirió Pierre.

—Porque significaría que la misión de Yanis fracasó, y que probablemente Maxell es solo un lugarteniente de Zoltan —respondió Cormac.

—De ser así, todo está perdido —suspiró Liam—. Yanis debe estar pudriéndose en una celda o muerto, y el Óculo ha retomado su camino hacia Marakar sin impedimentos, protegido por los propios soldados de Rinaldo.

—¿Qué hicimos mal para que todo se fuera a un pozo? —se preguntó Cormac.

—No hicimos nada mal —meneó la cabeza Liam—. Esto es todo culpa de Valamir que no nos preparó bien para esta misión.

—Culpar a Valamir no nos sirve de nada ahora —opinó Cormac.

Liam le lanzó una mirada fulminante, pero no dijo palabra.

—¿Qué hay de Mordecai? —trató de cambiar de tema Pierre—. ¿Alguna novedad?

—Nada —meneó la cabeza Cormac—. Obviamente, no estaba con los caballos y la carreta cuando los hombres de Maxell encontraron nuestras cosas. Supongo que huyó antes del ataque.

—Estoy empezando a pensar que Zoltan tenía razón cuando lo llamaba “rata escurridiza” —comentó Pierre.

—Salvar su pellejo siempre ha sido su prioridad —respondió Cormac—. Supongo que, a estas alturas, debe estar bien escondido en la populosa Vikomer.

—Alguien viene —interrumpió Liam la conversación.

Cormac se puso de pie.

—Ayúdame a sentarme —le pidió Pierre desde el suelo.

Cormac lo tomó por las axilas y lo levantó, arrastrándolo hasta la pared del fondo para apoyar su espalda contra ella. Pierre hizo una mueca de dolor y apretó los dientes, pero no se quejó.




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